Bajo el volcán Herzog
El mítico director de ‘Fitzcarraldo’ entra en erupción de ideas en el Kosmopolis de Barcelona
“Me gustaría que una anaconda le estrujara, que una araña le paralizara y el veneno le hiciera explotar el cerebro; que unas hormigas carnívoras le comieran los intestinos, que cogiera la malaria, la fiebre amarilla, la lepra (...) El problema es que me sigue persiguiendo”, escribió Klaus Kinski sobre Werner Herzog. Se puede intuir que el obsesivo, meticuloso, reñido con el mundo (al menos, con la naturaleza) director alemán genere esos sentimientos, pero lo que es seguro es que su personalidad marca a quien lo escucha. Y eso les ocurrió la noche de sábado a las más de 700 personas que asistieron al festival literario Kosmopolis en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en la que fue la primera visita del director de Fitzcarraldo o Aguirre, la cólera de Dios, a la ciudad.
“Donde tiene más color es mío; le dije: ‘Articula tu veneno contra mí’… Su estilo es mediocre, pero ese pasaje es bueno”, lanzó con afable causticidad Herzog, dispuesto a una particular excursión por los delirios interiores de todo ser humano: polar marrón, pantalones de montaña con bolsillos laterales, botas cortas negras, gafas colgando. Venía, a sus 74 años, con juvenil espíritu combativo: “Tengo artillería para 10 horas”, confesó ya entre bastidores momentos antes de recogerse en soledad, como un monje, preparándose para saltar al escenario. Le habían precedido cinco minutos de su Teniente corrupto, donde Nicolas Cage ríe poseído y alucina con una iguana bajo los efectos de las drogas. “Le dije que debía ser el reflejo del diablo, del mal, y que lo disfrutara y fuera tan vil como pudiera, ‘verás que te gustará serlo’”. El resultado es inquietante. “Estoy harto de esa visión del mundo como si el universo lo hubiese creado Walt Disney; no soporto a la madre naturaleza, estoy cansado de que todo acabe con la imagen de un oso panda o una cabra amamantando a un tigre sin madre; estoy harto de lo naïf”. ¿Y la iguana? “Vi una días antes; no estaba en el guion y esa imagen entre inquietante y estúpida que dan me interesa, me gusta trabajar esa vertiente extraña de la creación”, admitió ratificando así el mito de que nunca trabaja con storyboards y sus películas son en muy buena parte improvisación.
Sabía su interlocutor, Paul Holdengräber, fundador del programa Live de la Biblioteca Pública de Nueva York que, con poco, el volcán Herzog entraría en erupción. Era cuestión de ir mostrando retazos de la filmografía o de recitar fragmentos de La conquista de lo inútil (especie de cuaderno de rodaje del infernal Fitzcarraldo) para que, como la lava, lenta pero incandescente, el director siguiera su imparable descenso por la ladera del Éxtasis y terror en la mente de Dios, epígrafe que el propio Herzog propuso para su charla. “Un concepto a vigilar el de la mente de Dios; por eso me fascina el Papa Benedicto XVI: cuando fue a Auschwitz, se preguntó tres veces que dónde estaba Dios cuando el Holocausto; me gustaría hablar con él y saber si su fe es sólida y si duda de la existencia de Dios; tuvo momentos de gran terror, le asaltó el trauma psicológico de la duda… quizá por eso renunció”.
Inexorable, resumió el siglo XX con “un gran error: el del fin de las utopías sociales”, y vio que el XXI se encamina ya hacia “el declive de la utopía tecnológica”, aseguró quien no tiene móvil, como cuando de niño creció sin agua corriente ni teléfono fijo en casa: “Mi vida ha de ser real, quiero ver y sentir las caras de la gente, no podemos delegar la perspectiva del mundo en una pantalla”. Que hay que saber ir por el mundo sin GPS. “Por eso en mis películas busco siempre que el espectador pueda entender adónde van las cosas, dónde está la cámara, que esté orientado”. Y por eso a Herzog le gusta el fútbol, “porque es un juego que se puede leer”. Y por ello le encanta Busquets, el jugador azulgrana: “Vienen cinco contra él y lee la jugada y los para”. Un Barça que, cuando la remontada ante el PSG 6-1, le mostró “una realidad suspendida y que cambiaba constantemente; era magia; el fútbol debería haberse parado un año y, después, seguir, pero tras redefinir el concepto de fútbol”.
En un auditorio de generaciones imposibles (por jóvenes o ya maduros), convocados sin explicación aparente exceptuando la sensación íntima de que esa noche se debía estar ahí culturalmente en Barcelona, nadie pensó que Herzog banalizaba nada. Pero, por si acaso, repitió siete veces que hay que leer. “Un director de cine ha de leer mucho; si no lo hace podrá serlo, pero mediocre; si no se sabe a fondo de una cosa no debería hacerse una película sobre ello”. Él trajo tres libros, marcados, muy usados, viejos. Y citó desde el historiador Bernal Díaz del Castillo a Rembrandt o Hercules Seghers, pasando por Gengis Khan, Akenaton, Jesucristo (“genios adelantados a su tiempo”) y a Hernán Cortés y sus cartas. “Quería hacer una película sobre la conquista de México, pero desde el punto de vista de un caballo; hice el guion, pero no tenía presupuesto: necesitaría hacer una película que solo en EE. UU. recaudara 250 millones de dólares, entonces sí saldría productor para lo otro”.
Quizá en Hollywood tiene mala imagen. “Creen que en mis personajes hay mucho de mí, que soy un obsesivo porque tres de mis 70 trabajos los protagonizan unos; pero estoy bastante sano psicológicamente… Claro, como he hecho cosas que otros no hacen, como llevar un barco a una montaña, un film con actores hipnotizados, otro sobre el corredor de la muerte o viajo mucho a pie, no saben cómo ubicarme, es más fácil hacerlo con Woody Allen, que no me gusta como persona: a la gente que le encanta suele odiarme, lo que me halaga”.
Tiene quien le suplanta en Facebook, (“en Internet la gente ha perdido el sentido del contexto y no entienden las cosas ni llegan al final”), si bien el mito que corre en la Red de que sabe hipnotizar una gallina es cierto: “Lo hice en El enigma de Kaspar Hauser: la coges por el cuello y frente al pico le trazas rápido una línea recta, así, con el dedo”, lo gesticuló. En ese film -“uno de mis referentes vitales, donde mostré la radical dignidad”- trabajó con uno de los "mejores actores”, Bruno Schleinten. Pero expulsaba la mente de Herzog otros materiales ya: la frontera entre ficción y realidad. “Estoy muy cansado de que se entiendan los documentales como algo solo basado en hechos reales, de que estos son verdad de por sí; si los hechos fueran únicamente realidad no habría poesía, un listín telefónico sería el mejor poemario entonces, ¿no? Me acusan de inventarme cosas de mis personajes en los documentales, de poner sus sueños, pero es para profundizar en la realidad, hay que ir más allá de cine-verdad, solo así se tiene acceso a la iluminación, al éxtasis…”.
Un jefe tribal de una isla de Indonesia, de su documental Into the Inferno, un paseo poéticamente dantesco por volcanes del planeta, narra cómo imagina el fin del mundo. Su rostro se intercala con el magma efervescente sustituido fugazmente por olas de mar. “Veo agua roja: me cuentan que hay otros volcanes en el mundo… Pues todos entrarán a la vez en erupción y todo se fundirá, tierra, piedras, árboles, como si fuera agua”. ¿Cómo ve ese final Herzog? “A partir de alguna estupidez: microbios, Internet… Es difícil mantener el mundo con 6.000 millones de personas cazando… En mis películas tengo el placer de contemplar esa naturaleza desde fuera. He entendido y aceptado mi destino y por eso estoy feliz aquí y ahora”. El volcán Herzog había estado dos horas en erupción.
La iniciación poética de PJ Harvey
"La cáscara de una muñeca de paja / colgaba del techo. / Le pregunté a la muñeca qué había visto / Le pregunté a la muñeca qué había visto". Es evidente que lo estaba reviviendo de nuevo. Con la mirada perdida al final del inmenso auditorio, la cantante y compositora PJ Harvey había regresado a esa aldea de Kosovo, a esa casa abandonada por la guerra, un día de entre 2011 y 2014, cuando viajó a la zona y a Afganistán con el fotógrafo Seamus Murphy. De aquel periplo por el silencio en vida y por la muerte entrevista nació su primer poemario, El hueco de la mano (Sexto Piso), algunos de cuyos versos recitó la cantante y compositora inglesa en el acto que cerró ayer el festival literario Kosmopolis en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
No hubo vestuario espectacular, ni peinado rompedor, ni maquillaje-reclamo como cada vez que saca álbum. Sin concesiones. Y la audiencia, unas 880 personas, lo entendieron rápido: ni un solo aplauso, silencio sepulcral mientras Harvey (blusa blanca de alto cuello entre pantalones y chaqueta tres cuartos negros), recitó también con sobriedad extrema, sus 19 textos (algunos, inéditos). Apenas un ligero aleteo, esporádico, de la mano izquierda.
El resto fue voz, modulada, capaz de imponer el ritmo de la respiración, mientras ella iba paseando por el vacío y la tristeza. Recordó Harvey a los oyentes que iba pertrechada sólo con un lápiz y una libreta. Y que miraba. Ahí unas casas abandonadas; en otra, una anciana con 15 llaves de “Quince jardines descuidados. / Quince casas que se caen”. Más allá, “Un gallo. Un montón de zapatos”… Recitó Harvey, desde los 17 años acostumbrada a escribir sus propias canciones, de memoria, sin mirar los folios d ela mano nada más que para ver el título. No necesitaba más para recuperar una experiencia que tuvo mucho de iniciación (“y Dios en los pequeños / cuerpos oscuros de los niños / mojados en la neblina / jugando en el cementerio / descalzos / en diciembre”).
Verso corto y pespunteado por una letanía de estribillo, no es cierta la sensación que tuvo entonces: “Mi voz / se extravió y no pudo hacerse / escuchar dentro de ese canto ajeno”. Pero es que, como escribió, “Algo tiene que haber en el aire. / Hay peleas por todos lados”. Ante la mirada de un niño que le había pedido un dólar pegado a la ventanilla del coche y que ya veía por el retrovisor, “la mía no puede ni atravesarlo ni dejarlo atrás”. Harvey logró con sus versos que nadie, ayer, pudiera tampoco.
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