Muere Francisco Rodríguez Adrados, filólogo clásico y miembro de la RAE
Fallecido a los 98 años, fue premio Nacional de las Letras y un defensor del valor del latín y el griego y de su permanencia en la enseñanza
En un país en el que la enseñanza de las humanidades está en claro retroceso, el fallecimiento a los 98 años, este martes en un hospital de Madrid, de un sabio como Francisco Rodríguez Adrados, helenista y miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia, debería ser una señal de que los conocimientos del mundo clásico, y los valores que han transmitido, no deberían ser apartados como un trasto viejo. Ahora que en los institutos y universidades se potencia la enseñanza de la tecnología, palabra procedente del griego, como el 90% del lenguaje científico, Rodríguez Adrados fue “un resistente”, según sus propias palabras, contra los planes de estudios que orillan el latín y el griego. Una inercia contra la que ya batallaba hace más de 40 años, como demuestran artículos publicados en EL PAÍS en 1977.
Nacido en 1922 en Salamanca, donde se licenció en filología clásica en 1944, el profesor Adrados, como era conocido, fue catedrático en la Universidad de Barcelona (1951) y en la Complutense madrileña (1952), de la que luego fue catedrático emérito de Filología Griega. Hombre de una curiosidad monumental, deja, gracias a su larga vida, una amplísima obra, más de treinta títulos sobre lingüística indoeuropea, griega e india, además de una labor como editor y traductor de clásicos griegos y sánscritos. Méritos sobrados para que fuera considerado “una referencia mundial en su campo”, como ha declarado el director de la RAE, Santiago Muñoz Machado.
Entre las tareas titánicas por las que merecerá ser recordado Rodríguez Adrados destaca el Diccionario Griego-Español, obra canónica que coordinó desde el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Él fue también el responsable de que este organismo, en 1973, continuara la Colección Alma Mater, para la difusión de autores griegos y latinos, que ha publicado más de un centenar de volúmenes y es única en España por sus ediciones bilingües, de Hesíodo a San Agustín, de Jenofonte a Apuleyo.
Otra plataforma en su batalla por lo grecorromano fue como uno de los fundadores, en 1954, de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, que luego presidió. Una sociedad científica que defiende el mundo clásico y si se entera, por ejemplo, de que un instituto va a reducir las horas de latín, acude a intentar evitarlo. Su presidente, Jesús de la Villa, asegura que “no hay nadie en España que haya escrito más sobre el mundo clásico que Adrados, ni nadie que haya peleado tanto a favor de los estudios clásicos en la enseñanza”. “Tocó muchos campos, era un hombre muy trabajador, incansable, que además de todos sus proyectos seguía escribiendo”.
Adrados formó una familia numerosa, también en lo académico, con numerosos discípulos, como Carlos García Gual y Alberto Bernabé. De la Villa lo recuerda como un hombre “muy despierto, a veces duro, muy exigente, pero que cuidaba de sus discípulos”. De carácter afable, le gustaba contar las muchas anécdotas que coleccionaba de sus viajes por medio mundo en busca de lo clásico. De la Villa añade que le preguntó una vez cómo definía su personalidad y Adrados le respondió: “Me caracteriza la curiosidad y el deseo de relacionar unos campos con otros”. Un ansia por conocer que le llevaba, ya octogenario, a trepar por unas ruinas en Camboya. Mucho antes había viajado por primera vez a su amada Grecia, en 1953 (“los griegos inventaron al individuo humano”, decía).
Con su muerte, se va uno de los académicos más veteranos de la RAE, donde ocupaba la silla d. Ingresó en la institución el 28 de abril de 1991, con el discurso Alabanza y vituperio de la lengua. Le respondió en nombre de la academia Emilio Alarcos, que lo definió como una persona de “una sabiduría insaciable”. Mientras que en la Academia de la Historia lo hizo en 2004. A ambas acudía, mientras pudo, a sus plenos, los jueves y viernes.
La directora de la RAH, Carmen Iglesias, con quien compartió tareas en ambas academias, señala que “para sus numerosos discípulos y lectores, fue un maestro en el sentido más profundo del término, alguien que supo combinar el rigor de la investigación con la alegría de saber transmitir sus intensos y extensos conocimientos, alguien capaz de promover el entusiasmo del saber en los otros”. De su talante subraya que, ”como persona libre, no temió nunca romper con estereotipos, políticamente correctos, sin importar su procedencia o su riesgo”.
Entre las numerosas distinciones que recibió, sobresalen el premio Nacional de Traducción, en 2005, una labor que había empezado en los años cuarenta con Aristófanes, (“hay que arrimarse al original lo más posible”). Y en 2012 el Nacional de las Letras. El jurado alabó entonces del filólogo “sus rigurosos ensayos literarios sobre la tragedia, la fábula y otros géneros de raíz helénica”. Pero también quiso llevar su conocimiento de las civilizaciones y lenguas clásicas como articulista en la prensa, en la que abordó la cuestión educativa. Por ello ganó el premio González-Ruano de Periodismo, en 2004. Diez años después recogió en dos volúmenes una selección de los cientos de artículos publicados en la prensa española: De Historia, Política y Sociedad, y De lengua española, humanidades y enseñanza. Títulos que se sumaban en su larga bibliografía a otros como Lingüística indoeuropea (1975), El mundo de la lírica griega (1981), Historia de la lengua griega (1999) y Homo sapiens, Grecia antigua y mundo moderno (2006).
En 2012 publicó El río de la literatura, “una obra de pensamiento”, dijo a este periódico, cuyo subtítulo reflejaba la ambición y energía de un hombre que ya había cumplido 90 años: De Sumeria y Homero a Shakespeare y Cervantes. Ese “río” al que se refería era lo que consideraba el “núcleo central” de la literatura universal: Egipto, Oriente próximo, Grecia, Roma, la Edad Media europea y las literaturas europeas y americanas modernas.
En esa misma entrevista advertía de que los medios electrónicos estaban acostumbrándonos “a mensajes pequeños, más concentrados, tal vez más frívolos”, en especial por el influjo de la televisión y, aunque su naturaleza luchadora le impedía ponerse cenizo con la cuestión, avisó que esos nuevos medios de comunicación estaban arrinconando a la literatura, que tenía demasiados competidores. Del profesor Adrados queda su batallar de décadas por las humanidades. El día que el latín y el griego desaparezcan por completo de las aulas será, como él decía, “igual que quitarle las raíces a una planta”.
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