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Concordato cultural

Durante siglos la creación fue una manifestación más de la lucha de clases: las élites producían y consumían su propia cultura (la alta) mientras el pueblo producía y consumía la suya (el folclore)

Javier Rodríguez Marcos
Caseta de la Feria del Libro de Madrid, en el parque del Retiro.
Caseta de la Feria del Libro de Madrid, en el parque del Retiro.Álvaro García

Uno: “El gozo gustativo por el sabor dulce es universal, quizá porque la glucosa ya era el compuesto orgánico más abundante en la naturaleza mucho antes de la emergencia de la primera papila”. Dos: “Lo dulce es natural, lo amargo, contrapunto cultural”. Tres: “No es fácil ganarse a un niño con un café amargo o con una nana dodecafónica”. Conviene tener presentes estos aforismos de Jorge Wagensberg “sobre la percepción” cada vez que se plantea el debate sobre las ayudas públicas a las artes. También conviene recordar lo que esas mismas artes tenían en su origen de rito y de entretenimiento, es decir, lo que tienen aún de trascendental o de intrascendente.

Durante siglos la creación fue una manifestación más de la lucha de clases. Las élites producían y consumían su propia cultura (la alta) mientras el pueblo producía y consumía la suya (el folclore). Que la primera buscara la elevación y tuviera el pedigrí de una firma mientras la segunda buscaba las raíces de forma anónima tiene también su importancia, porque el siglo XX vio nacer un tipo de creación popular orgullosa de su bajura —es decir, con firma—, pero no centrada en la tradición ni en la trascendencia, sino en el consumo: el pop. No es casualidad que uno de sus pontífices máximos, Andy Warhol, dijera que la Coca-Cola es el producto más democrático que existe: ni todo el oro del mundo podría pagarte una mejor que la que podría tomar el camarero que te la sirve. Otra cosa es que quieras comprarte un cuadro de Warhol.

El prestigio del arte como rito es tal que ha sido el primero en resucitar tras la crisis del coronavirus. Minoritario de por sí, se adapta bien al sintagma de moda: “aforo limitado”. Por el contrario, el arte como entretenimiento solo es rentable sin esa limitación y, por ahora, prefiere esperar a las masas: los grandes estrenos de cine, Broadway, la música de estadio. Hasta la Feria del Libro de Madrid se lo está pensando, porque la mitad feria (los libreros) siempre tuvo más peso que la mitad libro (los editores). Los que se preguntaban por qué la cita nunca cuajó como festival literario de primer orden pese a tener todos los nombres a su alcance, ya tienen respuesta.

Cuando se habla de consumo cultural suele pensarse en la parte “ritual” y no en la “entretenida”. Pero tanto o más que la curiosidad o el deseo de sofisticación, el gran aliado de la literatura es el aburrimiento. Ahora la competencia es tanta que lo difícil es aburrirse. Algunos artistas se tatuaron en el pecho “a la minoría siempre” y la mayoría les tomó la palabra. Cuando el Ministerio de Educación es incapaz de formar ciudadanos interesados por el café sin azúcar le toca al de Cultura subvencionar encuentros de poesía, cine de autor, teatro de vanguardia y nanas dodecafónicas. Y está bien que así sea. No vamos a dejar todo lo del espíritu en manos del concordato con la Santa Sede.


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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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