Muere el crítico literario francés Marc Fumaroli
Autor de la 'La República de las Letras', desarrolló una crítica muy severa a la política cultural francesa
El historiador y crítico literario Marc Fumaroli, una de las voces que reinaron en el debate intelectual francés de las últimas décadas, murió ayer en París a los 88 años a consecuencia de un cáncer. Gran especialista en los siglos XVII y XIX, este atildado profesor formaba parte de una especie en extinción: la de esos eruditos reaccionarios, herederos de una figura tutelar como Raymond Aron, que se opusieron con estruendo al tótem de la modernidad. Durante su larga trayectoria, en la que nunca perdió un gusto pronunciado por la polémica, este partidario de “la grandeza de Roma y la verdad de los Evangelios” consideró que esa obsesión ciega por lo moderno no era más que un signo funesto de conformismo.
Para Fumaroli, mantener viva una noción tan denostada como el elitismo era la única solución para que la cultura no terminase reducida al mero consumo, a la peor banalidad. Oponerse a ese elitismo era sinónimo de nivelar por lo bajo. Fumaroli criticó duramente el legado de ministros de Cultura como André Malraux o Jack Lang, muy admirados en Francia por su voluntad democratizadora, contra quienes escribió una diatriba titulada El Estado cultural, en la que equiparaba la cultura a “una religión moderna” promovida desde las altas instancias de la República, aunque poco importase la calidad del resultado.
Fumaroli echaba de menos el tiempo de las obras maestras. En ese sentido, el arte contemporáneo fue su particular bestia negra: se opuso a nombres tan conocidos como Andy Warhol o Jeff Koons, contra quienes defendió practicar un patriotismo bien entendido. “Que una ciudad rechace imposturas como un monumento de Frank Gehry o una escultura de Anish Kapoor me parecen excelentes formas de ejercerlo”, nos dijo en 2015 durante una entrevista en su lujoso apartamento del barrio de Saint-Germain, cerca de las universidades donde tuvo lugar la práctica totalidad de su brillante carrera.
Nacido en Marsella en 1932, descendiente de una familia de Córcega, Fumaroli pasó su infancia en Fez (Marruecos), donde su padre trabajó como cónsul, mientras su madre, profesora, le enseñaba a leer a una edad temprana. Becado en los sesenta por la Fundación Thiers –que seleccionaba a los mejores estudiantes franceses, siguiendo el patrón de la meritocracia a la antigua–, fue catedrático en la Sorbona y profesor invitado en Oxford, Princeton, Harvard y Columbia, además de doctor honoris causa por las universidades de Boloña, Nápoles, Génova y la Complutense de Madrid. También fue titular del Collège de France y miembro de la Academia Francesa, los máximos reconocimientos a los que pueda aspirar un estudioso nacido en su país.
Este lector empedernido de Balzac y especialista en el arte de la retórica, que él ejerció con ese desajuste tan francés entre la elegancia formal y el subtexto asesino, dedicó libros a Montaigne, Corneille, La Fontaine, Poussin o la pintora Élisabeth Vigée Le Brun. Pero tal vez serán sus tratados sobre la cultura francesa, editados por Acantilado en España, los que sobrevivirán con mayor facilidad al paso del tiempo. Fumaroli firmó ensayos históricos como Las abejas y las arañas, sobre el tema inextinguible de la querella entre antiguos y modernos; París-Nueva York-París, panfleto erudito contra el dogma del entertainment, y La diplomacia del ingenio, sobre el arte de la conversación que imperó de Montaigne a La Fontaine. Escribió, además, dos volúmenes fundamentales como La República de las Letras, que versaba sobre los ideales humanistas en la cultura europea a partir del Renacimiento, y Cuando Europa hablaba francés, un fascinante recorrido por el París del Siglo de las Luces, cuando el continente se volvió francés “si no en el sentido imperial, sí en el moral”, como apostillaba Fumaroli.
Sentía por ese momento histórico la adusta melancolía que uno suele sentir por los tiempos en los que no vivió, pese a enfadarse si alguien evocaba la decadencia francesa de los siglos posteriores. “La situación geopolítica nos deja en un rango modesto, pero tenemos la suerte de contar con ocho o nueve siglos de civilización y de triunfos. Puede que solo seamos unos aprovechados que apuran al máximo la herencia de sus ancestros, pero hay que reconocer que ese legado no está nada mal”, sentenció, enfundado en su batín, en 2015.
Babelia
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