Océanos de reverberación
Khruangbin es un grupo tan impecablemente 'cool' que hasta se detecta un cierto narcisismo
Hace cosa de tres años, un bache en la industria de los instrumentos musicales provocó una avalancha de reportajes y reflexiones sobre la crisis —¿irreversible?— en la utilización de la guitarra eléctrica. En verdad, se trataba de una vuelta de tuerca sobre ese eterno tópico periodístico resumible como “El rock ha muerto”. Un veredicto que, atención, ya circulaba en 1968, en escritos de Richard Meltzer, el autor del extravagante The Aesthetics of Rock.
Se me ocurren abundantes refutaciones. Como la veneración que rodea al grupo tejano Khruangbin. Un trío de guitarra, bajo y batería. Que, toma clasicismo, cultiva algunos estilemas conectados con un género anterior a los Beatles: el rock instrumental, que alcanzó una apoteosis con el surf y —es una teoría particular, quede para otro día— resucitaría altamente hormonado como parte del rock progresivo. Eh, no teman: las de Khruangbin son melodías sencillas, que un público entusiasmado es capaz de tararear, como se aprecia en su concierto argentino.
En el corazón del grupo está el solista Mark Speer, reconocido connoisseur de sonidos exóticos, tarea facilitada por el hecho de que Khruangbin procede de Houston, una de las urbes étnicamente más variadas de Estados Unidos. Cómplice suya es Laura Lee, de gran discreción como bajista y fantasmal presencia como vocalista, responsable de los abundantes títulos en castellano. De fondo, Donald DJ Johnson, un imperturbable baterista afroamericano cuyo pulso metronómico ayuda a navegar los abundantes acercamientos al dub (Khruangbin tiene todo un álbum de remezclas, Con todo el mundo, en espaciosa onda jamaicana).
Y funcionan en directo, como podrían testimoniar los más atentos asistentes al festival BBK Live del pasado año. Con mínimas concesiones al espectáculo: tanto guitarrista como bajista llevan pelucas de cabello asiático; ella tiene suficiente fondo de armario para cambiar de indumentaria sexi en cada actuación. Su propuesta brota orgánica: las citas de éxitos ajenos —del reggae, del hip hop, del funk— parecen ocurrencias del momento.
Una precisión: Khruangbin solía utilizar las voces como adornos ambientales, pero están buscando formas más accesibles. Su nuevo disco, Mordechai (a la venta el próximo viernes), contiene tantas canciones como temas instrumentales. Todo suena a la vez novedoso y ancestral, resultado de la fascinación del grupo por músicas guitarreras, de la chicha amazónica a la string music de Indochina; el propio nombre del grupo es tailandés y equivale a “aeroplano”.
Khruangbin es un grupo tan impecablemente cool que hasta se detecta un cierto narcisismo. Falla la autocrítica, como demostró Texas Sun, su colaboración con el soulman Leon Bridges. Al menos están ampliando su repertorio visual: algunos de sus vídeos desarrollan fantasías con dibujos animados o incluso prescinden de su presencia, como en el corto rodado en Japón para So We Won’t Forget, con su evasivo retrato de la desolación de un padre ante la muerte de su hija. El reto: ver si su encanto se diluye antes de que logren materializar el disco indiscutible que parece estar al alcance de sus manos.
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