La furia y el postureo
El movimiento #BlackLivesMatter está provocando seísmos en el mundillo musical, que se replantea la validez de las etiquetas
Una característica del tiempo presente es el acortamiento en los plazos: se pasa de La Tragedia a La Farsa en semanas, no, en días. El 26 de mayo vimos las imágenes del homicidio de George Floyd en Minneapolis, con gran estupor en el medio musical: creíamos, tras seguir la trayectoria de Prince, que su ciudad natal estaba relativamente libre del racismo más odioso.
Aceleren al 3 de junio: imitando a atletas afroamericanos, los concursantes de Operación Triunfo hincan la rodilla en supuesto homenaje al desdichado Floyd. Caramba, ¿no decían que los triunfitos vivían en una burbuja, sin contacto con el mundo exterior? Imagino que la dirección del programa decidió apuntarse un tanto. Pegado a la interpretación de un tema de ese reconocido paradigma del black power, el grupo Abba, les salió un gesto oportunista, bordeando lo indecente.
La onda del caso George Floyd sigue agitando las aguas, especialmente en la música negra. Así, muchos artistas y disqueros arremeten contra la denominación de “urban” para lo que venden. Es un préstamo del negocio publicitario, “urban” como eufemismo para referirse a los consumidores negros. En España, gusta mucho entre raperos y traperos, aunque solo tiene pleno sentido en ciudades como las estadounidenses, donde las clases medias huyen hacia los barrios residenciales, con sus chalets unifamiliares, dejando el centro para negros y otras minorías.
Ahora, los trabajadores del “urban” manifiestan su rechazo del término: equivale a gueto, explican, y está económicamente subordinado al paraguas del pop, la música para todos los públicos. El negocio musical lleva casi un siglo lidiando con el problema de la nomenclatura de los sonidos negros. Las revistas de la industria marcaban la pauta para tiendas y emisoras, recurriendo a topónimos, como “Harlem Hit Parade”, o a descripciones imprecisas, como “race records” (los oyentes de otras músicas ¿carecían de raza?). Hasta que Jerry Wexler, periodista y futuro productor, sumó ingredientes y difundió lo de “rhythm and blues”.
Ya en los sesenta, llegó el marbete de “soul”, suficientemente poético para encajar géneros minoritarios como el góspel, el blues, el jazz. Luego, en plan tecnocrático, se reemplazó por “R & B” (pronúnciese “aranbí”). ¿Importaban esos rótulos? Ya lo creo: en conversación con Tina Turner, se me ocurrió sugerirle que volviera a hacer discos de soul, como los que grababa a destajo en los sesenta. Casi sufre un soponcio: “¿Estás loco? Me he tirado veinte años buscando ser considerada cantante de rock y de ninguna manera volvería a una música minoritaria.”
Entiendo sus precauciones, aunque sepamos que buena parte del ADN del rock procede precisamente de la música popular negra. Las influencias van en doble dirección; lo demuestran éxitos del hip-hop tan híbridos como Black Beatles (Rae Sremmurd), Hey ya! (Outkast) o Rockstar (Post Malone).
En los Grammys pretenden reemplazar “urban” por, ejem, “progressive R & B”. Pero se requiere algo más que ingeniería semántica para rebautizar algo tan poderoso. De momento, domina la preferencia por “black music”. Disculpen: para semejante viaje, no necesitábamos alforjas. Y es que, por mucho que los artistas renieguen, las buenas etiquetas (más o menos ajustadas, siempre contundentes) funcionan. Son ayudas taquigráficas para moverse por un campo felizmente dinámico y profuso.
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