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LEER PARA CREER
Columna
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El marqués de Sade, las marquesas y los terroristas

Los hijos del escritor francés no heredaron su capacidad creativa y de provocación, sino su título

Grabado del Marqués de Sade.
Grabado del Marqués de Sade.mary evans (rue des archives)
Berna González Harbour

Que el marqués de Sade dejara un legado literario de envergadura no significa que sus hijos heredaran su capacidad creativa en una obra clasificada como Tesoro Nacional en Francia, sino el título nobiliario y acaso una fortuna. Nadie, por decirlo claramente, tendría derecho a reprochar a esos hijos la calidad estilística de su padre, su visión del vicio y la virtud, ni su temática escandalosa. Ni aunque el líder podemita se llamara Pablo Bin Laden y no Iglesias, por ejemplo, tendría tampoco nadie derecho a reprocharle el 11-S. Que ni de cerca ni de lejos es el caso.

Pero ya que nos han puesto en tesituras tan simplonas, seguimos.

Una de las diferencias entre un terrorista y un aristócrata es que el primero elige (un camino criminal) mientras que el segundo, en general, hereda (un privilegio). La única diferencia entre un hijo de terrorista y un hijo de aristócrata, sin embargo, es que el primero es un ciudadano limpio de polvo y paja y el segundo también, salvo que ya ha heredado un privilegio.

Ducados los ha habido de quita y pon en España a raíz del caso Urdangarin o más bien de pon y quita, porque tal como se creó el de Palma se le confiscó después al agraciado. De “pon” sin quitar también ha habido muchos para quienes prestaron favores a la causa, pero no es ahora el caso.

Nos obliga a esta peculiar reflexión el crujido dialéctico al que asistimos el miércoles en el Congreso, cuando a la alusión a su condición de marquesa por parte de Iglesias respondió Álvarez de Toledo sacando la ametralladora y descargando copiosa munición en segundos: hijo de terrorista, aristócrata del crimen político, burro de Troya, embajador de ETA, impostor, mentiroso, prohijado de los ayatolás, de Venezuela y tantas cosas que no parece haber tiempo en una vida joven para amasar tal currículum. Como balas trazadoras, los insultos y acusaciones salieron contra el enemigo en la diana como si no hubiera coronavirus, crisis, cierre de Nissan, qué tal si arrimamos el hombro, toca remar juntos, qué cosas digo.

Natalia Ginzburg cuenta en Las pequeñas virtudes (Acantilado) que, cuando era niña y empezó a escribir poesías, creía que eran tan buenas que no entendió por qué se reían de ella los demás. “Escribir poemas era fácil. Mis poemas me gustaban mucho, me parecían casi perfectos. No entendía qué diferencia había entre ellos y los poemas verdaderos, ya publicados, los de los verdaderos poetas”.

Más tarde entendió eso y muchas otras cosas y, gracias a ello, la literatura creció. Ojalá la portavoz del PP entendiera también la diferencia entre jugar a hacer política y hacerla. Sin olvidar que la diferencia entre un acusado de marqués y un acusado de hijo de terrorista es que el primero no tiene gran argumento para ir a los tribunales, pero el segundo sí.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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