Muere Little Richard, el músico que liberó de tabúes el rock n’ roll
El creador del “A-wop-bop-a-loo-bop-a-wop-bam-boom” y fundador del género en los cincuenta junto a Chuck Berry y Jerry Lee Lewis ha fallecido a los 87 años
El rock n’ roll, cuando se manifestó a mediados de los años cincuenta, traía promesas de liberación. Sin embargo, Little Richard, fallecido este sábado a los 87 años, ya estaba liberado cuando los focos se fijaron en él. Nacido en Macon, Estado de Georgia, en 1932, había crecido en una familia numerosa con fuertes creencias religiosas. Demasiado exuberante para un medio tan pacato, fue expulsado de casa cuando todavía era un adolescente. Y no volvió hasta que tuvo 20 años, tras el asesinato de su padre, cuando debió contribuir al presupuesto familiar, aunque fuera lavando platos en la estación de autobuses de Macon (por otra parte, un buen lugar para ligar, reconocía).
En aquellos días, un homosexual podía integrarse sin problemas en el submundo de los medicine shows (espectáculos donde unos charlatanes vendían “remedios milagrosos”) y en los locales nocturnos más libertinos del denominado chitlin’ circuit. Grabó discos sueltos para RCA y Peacock, cuando todavía no contaba con un estilo definido: para lograr esa diferenciación fueron esenciales las enseñanzas de Esquerita, un salvaje del piano procedente de Carolina del Sur, que además dominaba las artes del maquillaje, la peluquería y la indumentaria de fantasía.
Little Richard tenía una eficaz banda propia, los Upsetters, pero el sello californiano Speciality le exigió grabar en Nueva Orleans. Allí, en el ahora mitificado estudio de Cossimo Matassa, bajo la dirección de Bumps Blackwell, con instrumentistas que trabajaban habitualmente para Fats Domino, ocurrió una especie de fusión nuclear: Tutti Frutti (1956), con su delirante grito de “A uan ba buluba balam bambúm”, que luego daría título a un memorable libro de Nik Cohn e incluso sirvió para bautizar un programa de Carlos Tena en TVE.
Para muchos, Elvis encendió la mecha de la rebelión juvenil. Para otros, el gran liberador fue Little Richard. Aparte de facturar formidable rock & roll, rompía tabúes sexuales y estéticos. Tutti Frutti fue eclipsada, como entonces era habitual, por la versión aseada de un cantante blanco, Pat Boone. Pero, entre 1956 y 1957, Little Richard estaba incandescente: cada pocas semanas, sacaba singles irresistibles, reforzados frecuentemente con caras B –Slippin’ and Slidin, “Ready Teddy”- que también alcanzaban enorme popularidad. Sus directos eran seísmos y algo se advierte en la película The Girl Can’t Help It, un disparate de película que mezclaba a Jane Mansfield con algunas de las figuras del emergente rock n’ roll. Sin explicitarlo, predicaba la posibilidad de ser sexualmente diferente. Al otro lado del Atlántico un futuro camaleón, David Bowie, entendió inmediatamente el mensaje.
Todo se torció en 1957, de gira por Australia, cuando durante un vuelo nocturno creyó ver una luz celestial –según sus acompañantes, pudo ser combustible del propio avión o incluso el Sputnik soviético- que interpretó como un mensaje divino que le instaba a arrepentirse de los pecados y volver a la música de iglesia. Lo cierto es que la disquera siguió publicando arrolladoras canciones profanas como Good Golly Miss Golly y Oh My Soul. Solo en 1959, tras formarse como predicador baptista en un colegio de Alabama y casarse con una tal Ernestine Harvin, se lanzó a grabar góspel. Sin mucha fortuna, a pesar de contar con productores como Jerry Wexler y Quincy Jones.
Los Beatles le salvaron de la irrelevancia. Idolatrado especialmente por Paul McCartney, ellos interpretaban temas suyos (o que habían descubierto en su voz, caso de Kansas City). Poco a poco, Little Richard entendió que podía ganarse la vida en el naciente circuito de la nostalgia, donde solo necesitaba recrear sus éxitos y exagerar sus manierismos. No toleraba competidores: renunció a los servicios guitarrísticos de un todavía desconocido Jimi Hendrix por su espectacularidad escénica. Años después, tampoco conectaría con Prince, que era visualmente su descendiente.
Para muchos, Elvis encendió la mecha de la rebelión juvenil. Para otros, el gran liberador fue Little Richard. Aparte de facturar formidable rock & roll, rompía tabúes sexuales y estéticos
Pero Little Richard se creía capaz de hacer música del momento, especialmente soul. Aunque no arrasaron en listas, durante los sesenta y primeros setenta, ya instalado en Los Ángeles, confeccionó grandes piezas con Don & Dewey, Johnny Guitar Watson, H. B. Barnum, Don Covay y –el más peligroso de todos- Larry Williams. Como contaría en su fantasiosa biografía, Quasar of Rock, resulta casi milagroso que Richard y Williams evitaran disgustos serios con policías, traficantes y amantes despechados.
Hubo recaídas en las drogas y en su muy flexible religión, hasta que a mediados de los años ochenta se acomodó en Hollywood. Logró cameos en películas de éxito y se transformó en algo así como el pastor favorito de los famosos, especializado en unir parejas en matrimonio, con ambientación de rock n’ roll. Podía entender mejor las extravagancias de los millonarios californianos que los juegos del glam rock a partir de la identidad sexual. De hecho, por temporadas aborrecía de su papel como ídolo gay: “Lo hacía para que los blancos aceptaran que fuera capaz de conmover a sus novias”.
Ante la indiferencia del mercado, abandonó la grabación de discos pero no los directos. Pude verle en acción en un festival celebrado en Gijón en 2005, cuando colmó la paciencia de los organizadores al exigir las llaves de una iglesia en la que pudiera rezar en soledad. Para desplazarse desde el camerino al escenario, pidió un coche de lujo que iba dando botes por un terreno montañoso, sin caminos. Cierto es que, una vez se enfrentó al público, pareció entrar en combustión. Igual que sus espectadores, que sintieron renacer sus cuerpos. Ese era el verdadero prodigio del reverendo Penniman.
Cumbres muy carnales
Tutti Frutti (1955). Originalmente, era una gamberrada: un himno al sexo anal. Una letrista escribió a toda prisa unos versos inocentes que permitieron que aquella barbaridad fuera radiable.
Long Tall Sally (1956). Tampoco esperen mucha narración en esta crónica: el protagonista advierte que su tío John se ha escondido con la Largilucha Sally e imagina que eso abre un periodo de libertinaje en la familia.
Keep On Knockin (1957). Aunque suele ir firmada por Little Richard, se trata de un blues añejo donde se sugiere un comportamiento reprobable pero no explicitado. Para demostrar que conocían a sus clásicos, los miembros de Led Zeppelin lo incorporaron a su Rock and Roll.
Good Golly Miss Molly (1958). Aquí se juega al doble sentido, mezclando el baile con, uh, actividades más carnales: nada que ver con la adaptación al castellano, La plaga. Recreada por Creedence Clearwater Revival, que luego harían una excelsa canción-a-lo-Little-Richard titulada Travellin’ Band”.
Lucille (1958). No hay mucha concepción inmaculada en el repertorio de Little Richard. Esta Lucille fue compuesta por un músico llamado Albert Collins; cuando el hombre estaba en la penitenciaría, Richard le compró la mitad de sus derechos de autor por una cantidad modesta. Ahora la firman ambos.
Freedom Blues (1970). Grabada en onda funky con los músicos blancos de Muscle Shoals, esta tiene un insólito aire de manifiesto contracultural. Un recordatorio de las recompensas que esperan en los discos menos celebrados del 'Melocotón de Georgia' (sí, otro apodo ambiguo para Richard Penniman).
Babelia
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