¿Quién le teme a Pío Baroja?
El término literario Generación del 98, acuñado por Azorín, era un saco que contenía escritores de variada índole, amigos y enemigos, envidiosos y envidiados, ingenuos y resabiados, unos muy leídos y otros nada, todos unificados por una úlcera gastropatriótica por la pérdida de las últimas colonias cuya acidez trataban de aliviar cada uno a su manera. En la rivalidad literaria, solo coincidían en la envidia e inquina que todos sentían por Blasco Ibáñez, el único triunfador internacional indiscutible de la época. En medio de las rencillas que había dentro de aquel saco, Pío Baroja fue quien tenía la lengua más larga, quien con más libertad y animadversión se manifestaba contra sus colegas, que no le gustaban. De Blasco Ibáñez escribía con desprecio: “Un día quiso invitarme a comer hasta hartarme. Decía que los escritores de Madrid estábamos acostumbrados al hambre y que en España no se comía. De ahí venía nuestra decadencia”. Baroja pensaba todo lo contrario, que la decadencia provenía precisamente de que se comía demasiado y que todo se nos iba en comer. De hecho, aquellos escritores no paraban de darse unos a otros grandes banquetes de homenaje con cientos de comensales, en los que después de tres platos y postre, café, copa y puro, en los brindis se mezclaban los elogios en público con los desprecios en voz baja, que salían a la vez de la misma garganta. Sucedía igual que en algunos estrenos de teatro donde algunos espectadores tenían el arte de aplaudir y de patear a la vez.
Al parecer, Baroja solo respetaba a Azorín. Su amistad se había fraguado cuando escribían en Arte Joven, donde también dibujaban Ricardo, el hermano de Pío, y el joven Picasso. Era una revista modernista de 1901 confeccionada en el gabinete de un joven catalán donde se vendían cinturones eléctricos contra la impotencia. También publicaban en otra revista, Juventud, tirada en la redacción de un periódico destinado a defender los intereses de los carniceros. Escribe Baroja: “En las columnas de esa revista dogmatizábamos acerca de la moral Maeztu, Azorín y yo, mientras los redactores del periódico carnicero hablaban de los filetes”.
Baroja, tierno, feroz y atrabiliario, solía repartir improperios. De Unamuno decía: “Yo creo que Unamuno por su gusto no habría dejado hablar a nadie. Era incapaz de escuchar. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía; a Poincaré lo que era la matemática; a Planck y a Einstein el porvenir de la física. Y si a Mozart y a Beethoven no les hubiera indicado lo que tenía que ser la música era porque había decidido que la música no era nada, porque a él no le gustaba”.
Un día Ramiro de Maeztu presentó a Baroja a Pérez Galdós de esta forma: “Este es Pío Baroja, hombre atravesado que habla mal de todo el mundo y también de usted”. Pese a que Galdós fue uno de los escritores que le mostró más simpatía, Baroja le acusó de explotar a su secretario y de acostarse con su mujer valiéndose de que estaban en la miseria.
Pero, entre todos sus colegas, Baroja había tomado a Valle-Inclán como objeto de sus mejores dardos, empezando por su figura. Escribe: “Tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos turbios e inexpresivos, la barba rala y deshilachada y la cabeza piriforme”. Baroja no comprendía por qué el pintor Juan de Echevarría le había hecho un retrato a Valle-Inclán en el que lo sacaba joven, guapo, gallardo, fuerte, con los dos brazos, como la figura ideal del marqués de Bradomín. Puede que Baroja se sintiera celoso al ver que el artista en los sucesivos retratos que le hizo lo pintaba con un abrigo cada vez más más grueso y la cabeza más gorda. “Yo creo que me sacaba con la cabeza muy grande para dar la impresión que yo era un hombre de gran talento. Y yo no me quejaba”.
Valle-Inclán zahería a todo el mundo a gritos en su tertulia en la Granja del Henar, a Blasco, a Echegaray, a Galdós, a Benavente, a Ortega y nadie protestaba, se ve que le tenían miedo. Incluso Manuel Bueno, que le dio un garrotazo en el café de la Montaña y al infectarse el hueso hubo que cortarle el brazo, decía de Valle-Inclán que tenía un bello rostro de nazareno. También era falsa su famosa austeridad, porque, según Baroja, ni un solo día dejó de percibir un sueldo del Estado. Para defenderlo de estos ataques, el amigo de Valle, el poeta nicaragüense Rubén Darío, llegó a decir: “Las novelas de Baroja tienen mucha miga. Se nota que ha sido panadero”. A lo que Baroja contestó: “Rubén Darío tiene muy buena pluma. Se nota que es indio”.
Al contrario de cuanto sucede en política, cuyos odios son estériles, estas rencillas entre escritores, al fermentarse como una olla podrida, generan la belleza de muchos versos que nos conmueven, la calidad de tantos relatos que nos subyugan.
Babelia
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