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Columna
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Volver al Prado

“Me invaden de pronto los muertos, los que luchan por sus vidas al lado de unos sanitarios sin medios para luchar con ellos”

Un visitante observa 'Las meninas' en un solitario Museo del Prado.
Un visitante observa 'Las meninas' en un solitario Museo del Prado.Bernat Armangue (AP)
Estrella de Diego

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En uno de esos recorridos televisivos por el Madrid desierto, la cámara se detiene en la fachada del Prado. Anuncia Las invitadas, la exposición que no ha podido abrirse. Sin entender cómo, unos lagrimones infantiles y salados me ruedan por la cara, eso que, como dijo Churchill, orgulloso del pueblo británico durante la Segunda Guerra Mundial, no he llorado estas semanas. Pero me invaden de pronto los muertos, los que luchan por sus vidas al lado de unos sanitarios sin medios para luchar con ellos; los que se juegan la vida en los mercados o nos arrancan una sonrisa al gritar “ánimo” mientras patrullan.

Las vocecitas de los niños confinados que se sienten culpables por contagiar a unos abuelos demonizados, pues para salvarlos a ellos ha parado el país (corre, Freud, te vamos a necesitar). Me invaden los cientos de ataúdes sin dueño. No han podido despedirlos. Por qué llorar entonces por un asunto banal —un museo cerrado—, dirán quienes reprochan a la “cultura”, por pedagogía, que no estamos para bobadas. Me gustaría recordar, también por simple pedagogía, que la “cultura” es más que estrellas de cine y directores estrella y hasta actores tan empobrecidos como muchos artistas plásticos. La Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 (¿se la han leído las autoridades?) define la “cultura” como el “camino seguro hacia la libertad de los pueblos”.

Y los museos son una parte luminosa de nuestro patrimonio, a la que es una obligación colectiva proteger. Así que dejen que les hable de los museos cerrados. No los visita nadie, pierden miles y cientos de miles de euros mensuales —sin entradas, ni restaurantes, ni eventos, sin lo que tienen que inventar para preservar el patrimonio de todos—, pero la vida sigue dentro. En un museo no sólo hay glamur —directores, conservadores y restauradores; biblioteca, departamento de educación, publicaciones, administrativos…—. Un museo son agentes de conservación, vigilantes, técnicos, equipos de limpieza… todos trabajando orgullosos de ser custodios del patrimonio. Por eso lloro frente a los museos cerrados: porque conozco y amo la trascendencia de lo protegido; el don inmenso que supone poseerlo y el honor que implica administrarlo.

Los museos fueron de los primeros en cerrar y serán de los últimos en abrir. Me preocupa la “desescalada”. Quizás habrá que entrar en números reducidos y hacer turnos diferentes a las colas de turistas. ¿Quiénes podrán entrar? ¿Cómo se les elegirá? ¿Qué esperarán de la “cultura” en el regreso? ¿Cómo podremos consolar el dolor que aflorará entonces, cuando lo peor pase? Para mí es el verdadero reto: que el museo no vuelva a ser un lugar elitista, de unos pocos, aunque sea positivo recuperar la emoción de la visita.

A partir de ahora no daremos nada por hecho, ni el Prado. Esta tarde el cielo está precioso y mi recuerdo vuela a Eugenio d’Ors: “Madrid tiene abriles exquisitos y un sin par museo”. Habla del Prado. Nuestro patrimonio, y no solo entradas vendidas a turistas para cuadrar las cuentas.

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