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GUERRA CIVIL
Tribuna
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El misterio que envuelve el final de la Guerra Civil

La resolución del conflicto español mantiene incógnitas, ocho décadas después, por un contexto de enfrentamientos entre republicanos que azuzó la estrategia franquista

Manuel Azaña y Lluís Companys pasan junto a un blindado en Barcelona, en una imagen sin fechar.
Manuel Azaña y Lluís Companys pasan junto a un blindado en Barcelona, en una imagen sin fechar.

La Guerra civil sigue siendo un tema complejo y controvertido. Se sabe mucho más de su comienzo que de su final. El desenlace es bien sabido, pero la forma en qué terminó realmente sigue siendo un misterio. Se da por supuesto que Franco quiso alargar la guerra, pero no se explica por qué no pudo terminarla antes. Sobre su incontestable superioridad militar se han mantenido una serie de equívocos. El más generalizado lo cometemos todos casi sin darnos cuenta cuando equiparamos los efectos del conflicto a sus causas. Sobre el comienzo no hay prácticamente discusión, la disputa está en reconocer o atribuir sus antecedentes directos: un hilo parte de octubre de 1934 y llega hasta la primavera de 1936, el ciclo ascendente de movilización obrera; otro recorre las distintas ramas conspirativas y golpistas conectadas finalmente por el General Mola en marzo de ese mismo año.

La madeja que conduce al otro extremo, al del final de la guerra, sigue siendo la crónica de una muerte anunciada: la del Ejército Popular de la República. Lastrado por la división política y económica, por el aislamiento diplomático y militar al que fue sometido por un enemigo que le arrebató desde un principio la soberanía y el monopolio de la violencia. Un enorme desequilibrio que explica la rápida concentración de poder en torno al Franco de “mientras dure la guerra”, así como la posterior unificación y perpetuación de su modelo dictatorial. El mando único y la declaración del estado de guerra, que solo se impondría in extremis en el mundo republicano, tras la pérdida de Cataluña, son los puntos cardinales de una evolución opuesta, separada por dos hitos: los enfrentamientos de mayo de 1937 entre anarquistas y comunistas por el control de Barcelona, que terminarían provocando la caída del gobierno de Largo Caballero y su sustitución por el de Negrín. Y el conocido como golpe de Casado, de marzo de 1939, que arrebató el control de la zona Centro y Levante al propio Negrín, creando un Consejo de Defensa destinado a concluir la guerra. Una guerra que terminaba como empezaba, con un golpe, pero de naturaleza muy diferente: si el primero la provocó, el segundo abrió un enfrentamiento interno que fracturó definitivamente el Frente Popular, generando un cisma de enormes dimensiones. Este final traumático forma parte importante de la cultura política de la izquierda española y sigue marcando la interpretación de la guerra. Se han incorporado muchos datos, pero la mayor parte de las visiones actuales reproducen los idus de marzo de 1939.

Al menos desde la última fase de la batalla del Ebro, ya eran conocidas tres posturas o vías para terminar el conflicto, ninguna de las cuales excluía la negociación. En primer lugar, la del propio presidente Negrín, apoyada por el PCE y una parte de los socialistas, mostrada en sus célebres 13 puntos, que se ofrecía a una mediación internacional y buscaba ganar tiempo hasta que estallara la guerra en Europa. En segundo lugar, la del Consejo de Defensa. Presidido por el general Miaja y el coronel Casado, estaba apoyado políticamente por la colación socialista y anarquista del primer año de guerra, a la que se fueron sumando los partidarios de Prieto y los republicanos, que acusaban igualmente a los comunistas de controlar los ascensos y los recursos del Gobierno Negrín. Con Besteiro como consejero de Estado, el también llamado “partido de la paz” o de la “paz honrosa”, buscaba terminar cuanto antes la guerra a cambio de una serie de garantías sobre la vida de los combatientes y la población civil. Por último, pero más importante por su posición de fuerza, el Cuartel General de Franco, que abogaba exclusivamente por la rendición incondicional y que solo estaba interesado en la entrega ordenada de las ciudades y el restablecimiento rápido de la logística y los servicios públicos. Una estrategia que habían perfeccionado mucho entre la ocupación de Bilbao y la de Barcelona, que permitía capitalizar políticamente el día después, el de la Victoria, al tiempo que extender el control definitivo sobre “todo el territorio y la población desafecta”.

“Ingenuos” y “traidores”

La mayor parte de la historia reciente tilda a los segundos de “ingenuos” y “traidores”. Calificaciones que pesan sobre ellos desde aquellos mismos días que protagonizaron unos hechos que pusieron fin a una guerra civil que duraba ya más de 30 meses, en la que la mayor parte de los mandos militares, incluidos los generales Rojo y Miaja, se oponían a la política de resistencia de Negrín, respaldada de pleno por el PCE, pero con el inconveniente de que sus líderes y máximos defensores habían abandonado ya España. Los partidarios de la paz fueron “ingenuos” sí, porque no obtuvieron ninguna garantía por escrito de Franco, pero es algo que sólo sabemos ahora. Querían terminar la guerra aunque no compartían las mismas motivaciones.

Unos, como Casado, pensaban en un nuevo abrazo de Vergara entre militares, otros como Besteiro, única figura histórica que quedaba del socialismo dentro de España, creía posible reeditar la experiencia del general Primo de Rivera y sobrevivir políticamente a través de una UGT más moderada, y otros como Cipriano Mera, representaban el sentir mayoritario del mundo anarquista: comenzar la reorganización interna de la CNT. Todos tenían la mirada fija en la posguerra y, aunque no tenían un plan previsto para pasar a la clandestinidad, trataron de negociar un plan escalonado de evacuación que salvara y reagrupara a la mayor parte de sus cuadros dirigentes, para diseñar e iniciar su reconstrucción posterior. El problema es que excluía a negrinistas y comunistas, que interiorizaron el golpe como una enorme traición que costó la guerra y la vida a muchos de sus compañeros detenidos y entregados a los franquistas.

Para comprender este complejo final, sin embargo, no basta con amplificar una de las dos posturas enfrentadas e ignorar a la tercera, la franquista. La negociación que llevó a la rendición final era solo la punta del iceberg de un cambio de estrategia iniciado tras el fracaso en Madrid, un cambio hacia la guerra de desgaste y de ocupación, que se incentivó sobre todo desde mediados de 1937 con la creación del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), con el que el Cuartel General de Franco buscaba potenciar al máximo la deserción, el derrotismo y la infiltración en campo enemigo. En menos de un año, antes de la batalla del Ebro, tenían capacidad de ocupar las tres grandes ciudades republicanas y recibían información en tiempo real, civil y militar, de toda la retaguardia contraria, desde el ultimo centro de reclutamiento al puesto de mando del Estado Mayor republicano. Esa red de agentes fue la que dirigió en todos los puntos neurálgicos, no solo en Madrid, los contactos con los partidarios de terminar la guerra, y, llegado el momento, pasó a apoyarles, con todos sus medios, económicos, industriales e incluso militares, contra los defensores de Negrín. La estrategia de captación y división política tuvo tanto éxito que siguieron incentivándola entre las Cortes Republicanas en el exilio, rompiendo definitivamente el Frente Popular y agrandando una división interna muy patente en el seno del PSOE.

Unos, como Casado eran partidarios de un nuevo abrazo de Vergara entre militares

El 21 de marzo de 1939 se nombró una nueva Comisión Ejecutiva que no reconocía a Negrín ni a su secretario Lamoneda, iniciando así una ruptura que se extendió a todas las ramas y organizaciones socialistas. Una crisis que siguió ganando trascendencia con el paso del tiempo hasta convertirse en una “querella” que debilitó y restó credibilidad al propio Gobierno Republicano en el exilio. Mientras, en el interior, el sueño de un plan, apenas esbozado, se convirtió en una pesadilla. La represión y los fantasmas de la guerra, marcaron el comienzo de un trauma político y social sin precedentes en la historia contemporánea española. La decisión de mantenerse en sus puestos y salvar los cuadros políticos y sindicales, de no eliminar los archivos y conservar la documentación que alimentó años de ejecuciones, cárceles y exilios, pesó mucho tiempo sobre sus hombros. Traidores para unos, mártires para otros, la mayor parte de los actores del final de la guerra siguen siendo ignorados. La investigación ofrece hoy, por el contrario, nuevas y mayores posibilidades para salir de este laberinto de emociones y memorias enfrentadas que todavía sobrevuela nuestra historia reciente.

Gutmaro Gómez Bravo es coordinador del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y del Franquismo de la Universidad Complutense de Madrid.

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