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Agota Kristof: un teatro descarnado e inédito

Se publican por primera vez en español las obras que la novelista húngara escribió como antesala de su famosa trilogía 'Claus y Lucas'

Raquel Vidales
Agota Kristof, en su casa de Neuchâtel (Suiza), durante una entrevista concedida a EL PAÍS en 2007.
Agota Kristof, en su casa de Neuchâtel (Suiza), durante una entrevista concedida a EL PAÍS en 2007.J. R. M.

Descarnada, directa y desconcertante hasta la irritación. Las cualidades con las que se suele valorar la narrativa de Agota Kristof (Hungría, 1935–Suiza, 2011), que desplegó sin concesiones en su famosa trilogía Claus y Lucas, brillan también en sus textos más desconocidos: sus obras teatrales. Mejor dicho, las destiló escribiendo teatro, pues antes de manifestarse como novelista, Kristof fue una dramaturga de cierta fama en los setenta: sus piezas se emitían por la radio y se estrenaban a menudo en teatros y cafés de Neuchâtel, la ciudad suiza donde vivió desde que a los 21 años tuvo que huir de Hungría con su bebé de cuatro meses y su marido, implicado en la revolución contra el régimen prosoviético. Pero el impacto que supuso la publicación en 1986 de la primera parte de su trilogía, El gran cuaderno, relegó esa faceta a un segundo plano. Produjo un total de 24 piezas y ocho de ellas, las más significativas y representadas, acaban de publicarse por primera vez en español (Editorial Sitara) en dos volúmenes con traducción de José Ovejero.

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Kristof fue muy representada en Europa en los años setenta y ochenta. En España, al no haber sido publicadas hasta ahora, ha estado ausente en los escenarios. Sorprende que no fueran traducidas antes. El mismo estilo cortante, sin adjetivos, con diálogos afilados como cuchillos, que hizo que miles de lectores en todo el mundo se rindieran a su narrativa. “Su teatro es igual de impactante. Tanto por su estilo como por sus temas. Están ya todos los temas que luego desarrollará en Claus y Lucas: la violencia, la tiranía política, la brutalidad, el exilio, la soledad. Pero también hay otros que no están en las novelas y que son de una actualidad insólita: la preocupación por el medio ambiente, la opresión de la mujer…”, apunta José Ovejero. “Y además encontramos un sentido del humor inesperado. Nunca me había parecido una autora divertida hasta que me puse a traducir estos textos”, añade.

El teatro de Kristof bebe claramente de Brecht. La mayoría de sus obras son parábolas (políticas o sociales) salpicadas de canciones a la manera del alemán. Por ejemplo, El monstruo (1976). Un bicho repugnante aterroriza a los habitantes de un pequeño pueblo, pero poco a poco acaban amándole y satisfaciendo todas sus necesidades (incluida carne humana) porque en su lomo crecen unas flores de perfume embriagador: parábola de los totalitarismos con final sorprendente que no desvelaremos aquí. En la comedia kafkiana Pasa una rata (1972) hay un personaje llamado Bredumo que es un acrónimo de Brecht, Dürrenmatt y Molière. También hay ecos de Beckett: en John y Joe (1972), la más popular y representada, dos amigos discuten por un décimo de lotería premiado con diálogos que exprimen el significado de las palabras hasta el absurdo.

Más allá de esas influencias, su escritura es tan áspera que la hace diferente y la convierte en una autora genuina. “El bosque está lleno de ahorcados. Pero claro, la gente solo se fija en las chicas jóvenes y guapas. Siempre se salva a la misma. Nunca a un tío viejo, feo, babeante. ¡Nunca!”, dice uno de los personajes de Epidemia (1975), que transcurre en un pueblo que sufre una extraña plaga que lleva a sus habitantes a suicidarse en masa, inspirada en su propia experiencia como exiliada: algunos de sus compatriotas no soportaron el desarraigo y se mataron. Asombra también cómo la autora intercala canciones y versos entre tanta crudeza: poesía sencilla que se vuelve devastadora por el contexto. “Cuando la ciudad llegue a este risco, me arrojaré para que la gente me cubra de escupitajos y de insultos y para que mi cabeza reviente contra los adoquines”, anuncia la protagonista de La llave del ascensor (1977), una mujer que va siendo mutilada poco a poco por su marido.

Una de las razones que explican el estilo tan afilado de Kristof —aparte de su evidente carácter directo— es que no escribió en su lengua materna. Arrastrada por su marido al exilio en Suiza, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de relojes durante diez horas al día. Kristof, que siempre había estado en contacto con la literatura porque su padre era maestro y desde niña producía poemas y teatrillos para el colegio, vivió ese periodo como un desierto. “Desierto social, desierto cultural (…) La monótona cadencia de las máquinas la ayuda a encontrar el ritmo para sus versos (…) Pero pronto abandonará el género y la lengua para empezar a escribir teatro en francés. El teatro es para ella un ejercicio lúdico que le permite familiarizarse con el idioma”, recuerda Pilar G. Meyaui en el prólogo de la edición española. Y cita a la autora textualmente: “Resultaba más sencillo: los diálogos eran similares a lo que oía a mi alrededor. No tenía que hacer descripciones”.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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