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Quemar Después de Leer
Columna
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El monstruo de la infancia es un motel de Great Falls

Yorgos Lanthimos planea la adaptación cinematográfica de 'El monstruo de Hawkline', de Richard Brautigan

Laura Fernández
Imagen de un motel de Great Falls, la ciudad en la que Richard Brautigan creyó que se había quedado solo para siempre.
Imagen de un motel de Great Falls, la ciudad en la que Richard Brautigan creyó que se había quedado solo para siempre.

Parece ser que Yorgos Lanthimos podría dirigir una adaptación de la fabulosa El monstruo de Hawkline, de Richard Brautigan. No es el primero que lo intenta. Hal Ashby pasó cerca de dos décadas tratando de levantar el proyecto. Cuando empezó, Brautigan seguía vivo. Discutieron mucho. A Brautigan no le gustaba el guion de Ashby. Brautigan no estaba pasando por un buen momento. Acabaría pegándose un tiro y nadie lo descubriría hasta mucho después. La casa olería a mil demonios cuando encontraran el cadáver. Imagino a Hal, en su casa, dándole vueltas al guion, habiendo perdido a su par de primeros actores –nada menos que Jack Nicholson y Dustin Hoffman– y felicitándose por el par de segundos conseguidos –los hermanos Bridges, Jeff y Beau–, cuando recibió la llamada.

De Tim Burton, el otro aspirante hasta la fecha, se sabe que también pensaba contar con Jack Nicholson, y subía la apuesta con Clint Eastwood. ¿No era, después de todo, El monstruo de Hawkline un wéstern? ¿El wéstern más delirante que se escribirá jamás? Lo era. Olviden, si lo han leído, el muy recomendable Los hermanos Sisters, de Patrick DeWitt, con toda probabilidad un veladísimo homenaje al valeroso clásico de Brautigan. Olvídenlo, porque El monstruo de Hawkline va todo lo allá que puede irse. Es tan absurdo que reinventa la propia idea del absurdo. En él hay, por ejemplo, un mayordomo que cabe en una caja de zapatos. Y claro, un monstruo atrapado en un tarro que a nada le teme más que a su propia sombra.

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Podría decirse que El monstruo de Hawkline son las desventuras de dos pistoleros contratados por la señorita Hawkline y la perturbadora Niña Mágica para liquidar al malvado monstruo, que vive en un tarro en su mansión. El monstruo lo creó el Doctor Hawkline, y luego se murió. Ahora la señorita Hawkline cree que el monstruo se ha apoderado de la casa, pero lo único que el monstruo quiere es dormir. Sí, Tim Burton habría hecho un buen trabajo. Al menos, el Tim Burton de los 90. Pero la cosa no funcionó. ¿Funcionará con Lanthimos? Ianthe Brautigan, la hija del escritor, cree que sí. También cree que a su padre le habría encantado. Lo dijo el día en el que el Hollywood Reporter comunicó la noticia. En la noticia se dice que ella figura como productora ejecutiva.

Toda obra contiene en parte a su autor. Lo esencial, se diría, de su desajuste. La obra de Lanthimos, tan poderosa y absurdamente cruel como el personaje de monstruo mimado que interpreta Olivia Colman en La favorita, no es tan distinta de la de Richard Brautigan como podría pensarse ante su aparente despreocupación infantil. Puede que uno utilice un humor limpio, sin maldad, desnudo, insoportablemente vulnerable, y el otro un humor oscuro, retorcido, radioactivo, enfermo para darle forma. Pero uno y otro han jugado y juegan con lo mismo: la inocencia. La inocencia pervertida o la inocencia interrumpida, o la inocencia utilizada. Recordemos a la familia de Canino. A los chicos, ya no niños, de la familia. Tan a merced de sus padres como lo estuvo Brautigan una vez de la suya.

No, la madre de Brautigan no hizo creer a Brautigan que los aviones que veía en el cielo podían caer –como caían, en forma de juguete– en su jardín, como hacían los padres de Canino. Quién sabe qué había detrás de esa historia, y si había algo en realidad. La madre de Brautigan se llamaba Mary Lou y era camarera. No dejaba de liarse con tipos distintos todo el rato. Tenía hijos con todos ellos. Brautigan iba de un sitio a otro con su madre y sus nuevos novios y sus medio hermanos. Brautigan sólo vio a su padre dos veces en toda su vida. Su padre ni siquiera sabía que era su padre. Se enteró después de que Brautigan se suicidara. “¿Por qué esperaron casi 50 años a decirme que era mi hijo?”, se preguntó entonces. No sirvió de nada. Su hijo ya estaba muerto.

De su infancia, la infancia de un niño nómada con una madre que no acaba de encajar con ninguno de los tipos con los que sale, Brautigan recordaba especialmente los días que pasó solo con su entonces única hermana en un motel de Great Falls, Montana. Habían ido allí con su madre, pero su madre salió y no regresó. Brautigan tenía nueve años. Su hermana, algunos menos. Su madre tardó dos días en volver. A veces me pregunto si Richard Brautigan, el Richard Brautigan que intentó, sin éxito, que los beatniks le aceptaran, el Richard Brautigan que tiró una piedra a una comisaría para que lo metieran en la cárcel y poder comer y acabó en el psiquiátrico porque a los policías les pareció que estaba chiflado, el Richard Brautigan que escribió una primera novela titulada The God of the Martians, que tenía únicamente 600 palabras, 600 palabras divididas en 20 capítulos cortísimos, no nació en ese motel de Great Falls.

Si lo hizo, si el Richard Brautigan que acabaría escribiendo sobre tigres que pueden hacerte los deberes de mates –hay tigres así en En azúcar de sandía, una novela anterior a El monstruo de Hawkline, publicada sin demasiado éxito en 1968 y recuperada en España hace casi una década por Blackie Books– nació en aquel motel de Great Falls, preguntándose si su madre volvería y qué ocurriría en el caso de que no volviera –pensemos en un niño de nueve años con una hermana pequeña a su cargo y en un Estado, el de Montana, repleto de reservas indias–. Y si hay algo de esa desesperanza infantil en El monstruo de Hawkline –la hay, sin duda, como en todo lo que escribió; ahí está el hombre que habla con lo único que le queda de su amante en Sombrero Fallout, un largo pelo negro–, Yorgos Lanthimos podría estar a punto de cruzar al otro lado del espejo y filmar desde el punto de vista de uno de sus perversamente atormentados personajes.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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