‘La Codorniz’ que picoteó celuloide
Un libro y un ciclo en la Filmoteca Española abordan la prolija relación que la revista de humor más importante durante el franquismo tuvo con el cine
Una señora pasea con sus dos hijos por un parque y se encuentra con un señor con barba. "¡Caramba, don Jerónimo! Está usted muy cambiado", le dice. "Es que no soy don Jerónimo", responde él. "¡Pues más a mi favor!", acaba ella. Con este chiste en su portada se presentaba, el domingo 8 de junio de 1941, el semanario La Codorniz, la revista de humor más importante del franquismo y más longeva del siglo XX en España. Con el escritor Miguel Mihura y el dibujante Antonio de Lara, Tono, como autores intelectuales, la revista logró éxito muy pronto y se convirtió en el refugio al que acudió gente brillante de la literatura, el teatro o el cine para hacer reír a un país que estaba en lo más crudo de la posguerra y la represión del franquismo.
La prolija y prolongada relación de esta publicación con el celuloide centra el libro La Codorniz. De la revista a la pantalla (y viceversa), que presentan este viernes, en la Filmoteca Española —que ha editado el volumen junto a Cátedra— sus autores, Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo. "Queríamos contar una historia de la comedia cinematográfica española, el género más popular y que ha sido visto con reticencia. El libro aborda distintos humores desde un punto de vista lateral, que es La Codorniz”, explica Cabrerizo. La redacción de la revista en la Puerta del Sol fue un laboratorio "cosmopolita en el que se experimentaron cosas que luego fueron al cine".
A lo largo de 626 páginas, Aguilar y Cabrerizo, historiadores cinematográficos, construyen un relato, repleto de argumentos y diálogos de películas, que se ramifica, hacia detrás y hacia delante del nacimiento de la revista, para dar cuenta de los que en ella colaboraron. "El germen estuvo en las vanguardias. Eran escritores que se juntaron en una época de muchas revistas en Madrid, los años veinte, en los que estaba la dictadura de Primo de Rivera [1923-1929], lo que les obligaba a vías más abstractas de humor. Se acercaron al cine con respeto porque querían dar el salto, escribir guiones o incluso dirigir", explica Cabrerizo.
Sin embargo, el primer paso para aparecer en títulos de crédito lo dieron en Hollywood, adonde acudieron tras la estela de Edgar Neville, un pionero que abrió puertas gracias a sus contactos con la aristocracia de la industria en EE UU. "Hubo un hito, Angelina o el honor de un brigadier”, de 1935, basada en una obra de Enrique Jardiel Poncela, "que se rodó allí, en español y en verso", apunta Aguilar. Es la época de las spanish talkies, versiones de filmes estadounidenses, como hizo el propio Neville en El presidio, de 1930. "Se rodaba en dos semanas y se aprovechaba material de la cinta original. El resto era con actores traídos desde España".
De vuelta a la Península, se trajeron una idea de los comienzos del sonoro. "Para rentabilizar películas mudas, que quedaban desfasadas, hicieron lo que Jardiel llamó ‘celuloides rancios", añade Aguilar. El mejor ejemplo es Un bigote para dos (1940), de Mihura y Tono. Se trataba de coger una película extranjera, en este caso austriaca, y ponerle unos subtítulos disparatados. "Don Enriqueto. Ahí fuera le está esperando un caballo". "Qué señas tiene". "Es alto, moreno, con barba y tiene cuatro patas debajo". Puro divertimento surrealista. El libro de Aguilar y Cabrerizo sale con un DVD que incluye, entre otros filmes codornicescos, un montaje que ellos han realizado de esta obra. Además, en las próximas semanas la Filmoteca proyectará varias películas en honor de La Codorniz.
Ambos estudiosos salen al paso del "imaginario popular" de que La Codorniz era una revista del régimen hecha por señores bien. "Tono no tenía estudios y era de familia baja, incluso tapaba su pasado. Mihura era de clase media. El único de procedencia aristocrática era Neville, pero había militado en el partido de Azaña. Lo cierto es que en la Guerra Civil y después entendieron que era más cómodo meterse en el bando vencedor", dice Aguilar.
Cuando La Codorniz se convierte en un fenómeno, incluso con himno de Neville (“¡Codorniz! Sale todas las semanas para hacerle a usted feliz”), Mihura abandona, cansado de una popularidad que la ha desvirtuado: "La revista empezó a hacer gracia a mi tía y a las señoras gordas que iban de visita a mi casa", dijo. En 1944 toma el relevo Álvaro de Laiglesia, un joven que venía de luchar con la División Azul. Con él se aumenta la tirada a 150.000 ejemplares y da un giro político que en ocasiones le dará disgustos con la censura.
En 1946 llega lo que Aguilar y Cabrerizo consideran "el primer intento de adaptación del humor codornicesco al cine": Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, basada en una comedia de Mihura y Tono, que dirigió Ignacio F. Iquino. Su estreno en el Palacio de la Prensa, de Madrid, fue frío. No solo porque era enero. Mihura y Tono se habían desmarcado de la adaptación. "Fue premonitorio", subraya Cabrerizo, "todas las vías que se intentaron en el cine con humor de La Codorniz fracasaron”.
Sin embargo, en otro género que se impregna de lo codornicesco, el "sainete criminal", Neville sale airoso: La torre de los siete jorobados (1944), hoy de culto, o El crimen de la calle de Bordadores (1946). También está la aportación, en diálogos, de Mihura a Bienvenido mister Marshall (1953), de Berlanga, que contó para Plácido (1961) y El verdugo (1963) con un joven poeta llegado de Logroño a La Codorniz, Rafael Azcona.
La revista se mantuvo como vaso comunicante con el cine hasta su último número. El penúltimo director, en 1977, fue el cineasta Manuel Summers. "Su filmografía se conoce de manera difusa", según Cabrerizo. "Al principio era de tono ingenuo y luego se hizo más crudo por los guiones de Chumy Chúmez", viñetista de La Codorniz. El último número voló el 17 de diciembre de 1978, con el periodista Cándido al frente. "Pero llevaba tiempo en una prolongación artificial", señala Aguilar. "Hoy se ve como un humor antiguo, aunque su huella puede verse en la revista Mongolia o en los chanantes Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla...". La Codorniz había autodefinido su insatisfactoria relación con el celuloide en una portada de 1972 en la que, con un viejo proyector de por medio, un señor le dice a otro: "¡Qué pesado eres, Felipe! Llevas treinta años intentando inventar el cine español y no te sale. ¡Déjalo ya, leñe!".
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