Querida Conchita Montes
La actriz, traductora, empresaria y directora de escena tenía, según Haro Tecglen, “la cabeza más lúcida entre las mujeres del teatro y el cine de la posguerra"
La presentaban como una mujer brillante pero a la sombra de Edgar Neville. A menudo la llamaban también “musa excéntrica”, cosa que solía hacerse cuando una mente no encajaba en los patrones habituales. Hay libros estupendos sobre Neville pero, que yo sepa, ninguno tan completo en torno a Conchita Montes como Una mujer ante el espejo, de Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, publicado en Bala Perdida, que me recomendó vivamente José María Pou la semana pasada. “Te va a encantar”, me dijo. María de la Concepción Carro, en arte Conchita Montes, fue licenciada en derecho en Madrid y estudiante de Hispánicas en el exclusivo Vassar College de Nueva York en los años treinta. Según Haro Tecglen, tenía “la cabeza más lúcida entre las mujeres del teatro y el cine de la posguerra”: actriz, traductora, empresaria y directora de escena. Ah, y durante tres décadas popularizó en La Codorniz el Damero maldito, juego de acrósticos dobles que había descubierto en Saturday Review.
Lo que más me gusta del libro es que, a diferencia de otros acercamientos, aborda minuciosamente su trayectoria escénica. Compruebo las muchas obras que levantó con su compañía en el Teatro de la Comedia. No sabía que había hecho Ninotchka (1951). Olé el trío de los delegados soviéticos: José Luis Ozores, Pepe Franco y Manolo Gómez Bur. O que a lo largo de su carrera protagonizó 65 funciones.
Mi historia favorita es la de El baile (1952), de Neville. Exitazo descomunal con el trío Conchita Montes, Rafael Alonso y Pedro Porcel: más de 2.000 representaciones en España y Sudamérica. En junio de 1953 la estrenan en París, en el Théâtre Gramont, pero lo más insólito llega en el verano de 1956 y en Londres: no creo que haya otro ejemplo de un texto castellano hecho en esa época en el West End… con su protagonista española y hablando en inglés. El baile, bajo el título de To My Love, se estrenó en el Fortune Theatre. Montes estaba acompañada por Dennis Price (el protagonista de la comedia de la Ealing Ocho sentencias de muerte) y Hugh Latimer, dirigida por Maurice Colbourne. Noventa y nueve funciones a lo largo de tres meses. Según Edgar Neville, el texto fue vapuleado por la crítica, pero la estancia londinense se prolongó cuatro meses más con gira por provincias. Tampoco sabía que la despedida teatral de la actriz, treinta años más tarde, no fue una alta comedia sino un sainete áspero, La estanquera de Vallecas (1985), de Alonso de Santos. De la despedida cinematográfica me habla Gerardo Vera, que la dirigió en Una mujer bajo la lluvia (1992), según la versión teatral de La vida en un hilo. “No fue fácil convencerla, pero la recuerdo riendo a carcajadas con Mari Carrillo, su hermana en la película. Y lo mucho que insistió en decir una frase en homenaje a Edgar Neville, que la repetía mucho: ‘Uvas con queso saben a beso”. Conchita Montes murió al año siguiente, recién cumplidos los ochenta.
Babelia
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