Gatsby llegó a la aldea
El éxito de Círculo de Lectores ayudó a construir una sociedad de lectores en lugares donde la cultura nunca había sido una práctica de masas
La aldea tenía asegurados dos días mágicos cada dos meses. En uno llegaba la revista de Círculo de Lectores y en otro llegaba el pedido. En Arca había emigrantes que regresaban en vacaciones con coches veloces, un río con truchas salvajes, vacas, dos tabernas y una iglesia (en este orden de importancia). La librería y la biblioteca más cercanas estaban a 13 kilómetros. En mi casa solo había novelitas baratas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, equivalente literario del spaguetti-western. Un día, no sé cómo ni con quién, descubrí la existencia de Círculo y me afilié con hambre canina a la cofradía del más del millón de lectores.
Mi aldea, que se estaba vaciando desde hacía décadas (y ahí vamos, caminando empecinados hacia la desaparición), dejó de ser un islote cultural. Al alcance de la mano estaba casi toda la literatura del mundo, la propia y la ajena. Podías hacer la colección de los premios Planeta, pero también descubrir a Wole Soyinka, Doris Lessing, Arthur Koestler, William Golding o Carmen Laforet. La prueba de su cosmopolitismo es que eran capaces de editar rarezas como Tad Williams, un autor de culto para aficionados a la fantasía, obras exóticas que venían de Rusia o más allá de los Urales y joyas literarias escogidas por Vargas Llosa en una colección llamada, con mucho tino, Biblioteca de plata.
Pero también era cosmopolita su visión de España: el catálogo se abrió a las literaturas en euskera, gallego y catalán, un encaje más integrador de la cultura que el desplegado a menudo por las instituciones. Hasta la aldea no llegaban agentes comerciales, una red pensada para el mundo urbano, pero sí los carteros, que traían consigo las vidas de Galíndez, Pijoaparte, Lolita, Jay Gatsby, Eliza Doolittle o Momo.
Premeditado o no, el éxito de aquella iniciativa de Reinhard Mohn ayudó a construir una sociedad de lectores en lugares donde la cultura nunca había sido una práctica de masas. Alfabetizados por fin en el campo, y alejados de la pobreza extrema de la posguerra, había algo de calderilla para gastar y mucho de ganas de aprender. Así que primero nos aficionaron a la lectura y luego a los libros como objeto. No solo querían que compráramos, también que paladeásemos lo que leíamos en unas versiones ilustradas por artistas como Eduardo Arroyo, Joan-Pere Viladecans, Alberto Gironella o Albert Ráfols-Casamada. Importaba el cómo tanto como el qué. Una perversión que ahora no se entiende y que le ha costado la vida al club, acaso un negocio tan arcaico como los dinosaurios que poblaron la tierra.
Añorar aquello que antes hemos traicionado (abandonamos Círculo antes de que él nos abandonase a nosotros) invita a una melancolía un tanto farisea. Me he asomado a la última revista y he descubierto con pavor que no habría comprado nada en esa galería comercial dominada por el best-seller hormonado, las cremas faciales de arcilla y los manuales de mindfulness. Pero antes de vender almohadas para tener un sueño reparador, habían llevado al último rincón rural los sueños.
Babelia
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