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Café Perec
Columna
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Sucesores de Costafreda

Cada vez hay más manuscritos con genio literario impugnados por agentes y editores y cada vez más vía libre para las patochadas

Alfonso Costafreda (el segundo desde la izquierda, en la primera fila), en Colliure (Francia), junto con Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y Caballero Bonald. Detrás, Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente y Alfredo Castellón.
Alfonso Costafreda (el segundo desde la izquierda, en la primera fila), en Colliure (Francia), junto con Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y Caballero Bonald. Detrás, Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente y Alfredo Castellón.
Enrique Vila-Matas

Leí la muerte de Blanca Fernández Ochoa en La Peñota como si fuera un poema de Alfonso Costafreda: “En la sorda montaña/ los pájaros no cantan, aúllan,/ cautivos de un cielo inclemente/ una fuerza invisible/ los impulsa hacia una muerte cierta/ y a quien importa/ que ahora un movimiento/ que fuera dulce y armonioso/ el ave conduzca a un final pavoroso”.

Hace años entró en mi biblioteca, no sé cómo, el tercer y último libro de Costafreda, Suicidio y otras muertes (1974), y desde entonces he frecuentado con cierta constancia, y siempre con admiración, sus páginas. Quizás su mejor poema sea el drástico No hay otra forma de vivir. Costafreda fue el “maldito” de la generación de los cincuenta. De talento reconocido por Carlos Barral en un texto de título bien ajustado a la realidad, Exageradamente maldito, y también por J. A. Goytisolo, para quien Costafreda fue “el más brillante de todo el grupo de poetas y amigos que empezó a reunirse a partir de 1948 en Barcelona”, los elogios convivieron con el claro rechazo de la sociedad literaria hacia su obra. Ya en vida se le dejó de citar y excluyó sistemáticamente de todos los recuentos y antologías, algo que soportó muy mal, hasta el punto de sentirse separado de todo y de todos, de su país y de la mayor parte de los que seguían considerándose sus amigos. Al final, comentó alguien, escribía para nadie.

Las tendencias autodestructivas clásicas del “poeta maldito” —ese arquetipo fundado por Verlaine— encajaron como anillo al dedo con la personalidad de Costafreda, para quien el golpe más duro fue su descarte de Veinte años de poesía española, 1939-1959, de José María Castellet. Se ha escrito bastante sobre esa exclusión y si algo está claro es que Gil de Biedma, asesor en la antología, tuvo que ver con ese descarte, así lo explicó en abril de 1974: “Le mostré a Costafreda en 1951 varios poemas míos. Le gustó uno, pero añadió enseguida que se sentía capaz de mejorarlo en un 50%. Volvió a marcharse y no le perdoné. Años más tarde, manejé una pequeña cantidad de poder literario, tuve oportunidad de vengarme, y no lo dejé pasar”.

En 1990, la obra del autor de Suicidios y otras muertes fue rescatada por Tusquets (Poesía completa) y eso le dio una breve vigencia a su mundo desesperado, pero tampoco en esta ocasión acabó de llevarse los aplausos del teatro, volviendo a quedar ahí en suspenso, en lo alto de alguna montaña, la fuerza invisible que le impulsó a la muerte radical. Las generaciones que siguieron también tuvieron sus marginados. Hasta hace poco, solía haber dos o tres por generación (algunos muy ruidosos). Pero en los últimos tiempos, aunque ha desaparecido el estruendo, la cifra ha ido en aumento porque cada vez hay más manuscritos con genio literario impugnados por agentes y editores y cada vez más vía libre, en cambio, para las patochadas. Dado el desastre, en la última generación los malditos, con sus silenciados inéditos, se multiplican velozmente. Empeoramos. Ya no hay un Costafreda o dos, sino una generación entera de sucesores de Costafreda.

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