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Corrida de toros en la plaza de Las Ventas

Juan Ortega, el don imperfecto

El torero sevillano deleitó con un toreo excelso por naturales y falló con la espada

Juan Ortega, al natural ante el primer toro de su lote.
Juan Ortega, al natural ante el primer toro de su lote.Plaza1
Antonio Lorca

Ver a Juan Ortega delante del toro es la prueba irrefutable de que el toreo es un don; y como tal, se tiene o se tiene. Ortega es un privilegiado porque posee el misterio. Es un hombre joven y parece un torero macerado por el tiempo. No es solo su forma de interpretar el toro lo que deslumbra, sino su forma de andar por el ruedo, cómo sale de la cara del toro, sus pausas, sus desplantes…

Cuando un torero posee ese don misterioso lo esparce al momento por toda la plaza como un calambre que se cuela por las entretelas del sentimiento.

Y no es necesaria, entonces, una obra extensa; bastan pinceladas como destellos que llegan al alma.

Así fue la inspiración de Juan Ortega ante su primer toro, un manso buey como toda la corrida, al que no pudo dar un solo capotazo, pero que le permitió expresar su gusto exquisito con la muleta, el aroma del toreo auténtico, el empaque del torero que se siente un elegido.

M. LORCA/ROBLEÑO, RITTER, ORTEGA

Un toro de Escribano Martín –el primero-, y cinco Martín Lorca, -el segundo, devuelto- gordinflones, bastos, mansos, descastados y deslucidos; el sobrero, de José Luis Osborne, lidiado en quinto lugar, feo, astifino y deslucido.

Fernando Robleño: casi entera (ovación); pinchazo, casi entera _aviso_y dos descabellos (silencio).

Sebastián Ritter: pinchazo y estocada (silencio); dos pinchazos, _aviso_ tres pinchazos y un descabello (silencio).

Juan Ortega: casi entera atravesada y tendida, un descabello _aviso_ y seis descabellos (ovación); tres pinchazos y media tendida (silencio).

Plaza de Las Ventas. 15 de agosto. Un cuarto de entrada (6.249 espectadores, según la empresa).

Por bajo inició su labor en el último tercio, y ahí andaba en la búsqueda de las condiciones del toro cuando brotaron una trincherilla, un remate, un molinete y un pase de pecho, todo inesperado, visto y no visto, pero preñados de torería.

Tras intentarlo infructuosamente con la mano derecha por las escasas condiciones de su oponente, se echó la muleta a la zurda, y, entonces, muy despacio, muy medido, bien colocado siempre, dibujó un natural monumental, de esos que no se olvidan, una trincherilla y un desplante torerísimo que pusieron la plaza en pie.

Aún hubo más: tres naturales, la expresión del buen gusto cada uno de ellos, y grande el de pecho final.

Hacía mucho calor, la corrida anunciaba una tarde desesperante, pero los ánimos se encendieron porque se había hecho presente el toreo.

Cuando Ortega montó la espada tenía una oreja ganada. Y no había sido una faena variada ni maciza; había dibujado brochazos del mejor toreo que bulle en la cabeza de cada aficionado.

Toreó como los ángeles, pero mató de infamante manera: un feo espadazo, primero, demasiados descabellos, después, y la sensación de que esa asignatura no la conoce como debiera. A pesar de todo, la afición, agradecida, lo sacó a saludar una ovación de reconocimiento.

Hay que matar los toros. Ortega demostró que su don es imperfecto. Trazó muletazos hermosísimos, pero la obra quedó desdibujada. Y para ser reconocido como artista supremo hay que rematar las faenas en la suerte suprema. Su forma de torear está al alcance de muy pocos, y esa cualidad le exige un esfuerzo sobrehumano para aprobar la lección última que abre la puerta de la gloria.

La corrida no tuvo más historia. Los toros de Martín Lorca, un saldo impropio de la plaza de Madrid, mansos y blandos bueyes que no permitieron el triunfo que con ahínco y encomiable voluntad buscaron Fernando Robleño y Sebastián Ritter.

El primero se encontró con un toro agotado y con apariencias de estar enfermo, y con otro que no era más que una mole de carne. Robleño superó la prueba con nota de torero veterano, pero no era eso lo que buscada.

Y Ritter, que volvía tras su cornada en San Isidro, demostró un empeño desmedido ante el aborregado primero y robó algunos muletazos estimables al sobrero, tan astifino como feo y descastado.

Para cerrar la corrida, un deslucido toro de la ganadería titular que no se dejó dar un pase por Juan Ortega, quien otra vez falló con la espada.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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