La aldea gallega a la que todos quieren volver
Puxallos tiene un vecindario particular. En tres de sus cinco familias, hay al menos una persona que ha logrado llevar una vida cómoda en el extranjero
Marisol es mitad filipina mitad española y habla gallego con acento inglés. Tiene 20 años y lleva nueve viviendo en Puxallos, una aldea de Pontevedra con seis casas, una ermita y 17 habitantes. Daniel, su padre, oriundo del pueblo, emigró a Australia en los años setenta, se casó con Winnie, una mujer filipina, y juntos fundaron una empresa de limpieza que vendieron al jubilarse. Marisol cuenta que su madre le preguntó a su padre: “¿Y ahora qué quieres hacer?”. Y que él contestó medio en broma: “Volver a Puxallos”. A los pocos meses se mudaron a la aldea y aquí siguen. “Para mí vivir en Puxallos es como vivir de vacaciones, los australianos piensan demasiado en el trabajo”, dice Marisol.
Puxallos tiene un vecindario particular. En tres de sus cinco familias, hay al menos una persona que ha logrado llevar una vida cómoda en el extranjero. Todos han vuelto, como si haberse alejado de la aldea les hubiera ayudado a quererla más.
Yolanda regresó hace ocho meses sin apenas dinero, pero pronto encontró trabajo como profesora y pudo empezar a arreglar la casa de sus abuelos, que estaba deshabitada desde que fallecieron. “Es muy sencilla y en invierno hace frío. Hasta hace un mes no tenía agua caliente, pero me apañé con un hervidor”. La vivienda tiene ahora una sala de yoga en el sótano e incienso en las habitaciones. Yolanda dejó a medias un doctorado en Educación Especial para irse a Irlanda de au pair, allí se quedó tres años y otro lo dedicó a viajar por el mundo. “Empecé a ver la aldea con ojos nuevos; a valorar la vida sencilla y la cordialidad entre los vecinos”, dice Yolanda.
Naomi trabajó cinco años en una agencia de publicidad en Manhattan. Durante las vacaciones volvía a la aldea y ayudaba a sus padres en la huerta. “Sentía que vivía en dos mundos diferentes a la vez. Al principio me marchaba sin morriña, pero en los últimos tiempos vi que la salud de mis abuelos empeoraba y me entraron ganas de volver; después empecé a salir con un chico de Lalín y en 2016 me mudé a Puxallos”.
Tanto para Naomi como para Yolanda, que regresaron a la aldea rozando la treintena, la vuelta fue chocante. Para Naomi lo más difícil fue renunciar a la carrera profesional que estaba trazando en Estados Unidos y para Yolanda, no poder compartir sus experiencias con gente allegada porque sentía que no la entendían, pero aun así ambas están contentas con su decisión. Las dos han hecho nuevos amigos, Naomi se apuntó a un equipo femenino de fútbol gaélico y Yolanda está redescubriendo a sus vecinos.
Los vecinos se reúnen cerca de la ermita para cantarle cumpleaños feliz a Winnie, que sale de su casa sujetando una fuente con rollitos de primavera. “¡Gracias! Un año más vieja”, contesta. Rosa, la abuela de Naomi, no había probado los rollitos hasta que Winnie se mudó a Puxallos. Aquí aprenden todos de todos. Rosa está enseñando a coser a Yolanda, que ya ha hecho su primer almohadón, y Ángeles está intentando convencer a la joven para que imparta clases de yoga. Pero donde más sabiduría comparten es en la huerta.
Toño, Ángeles y Yolanda buscan información sobre agricultura y permacultura en Internet. Este año, Toño y Ángeles han cosechado zanahorias del tamaño de una botella de vino y tomates de peso descomunal. Recientemente también han descubierto que las ortigas sirven como insecticida y que son comestibles. “Están muy ricas en revuelto y no pican”, explica Toño. Naomi, su hija, dice: “También plantan un repollo similar al kale. Cuando le contaba a mi abuela Rosa que en Nueva York está de moda comer repollo no se lo podía creer”.
Rosa y Toño cuentan historias de Puxallos, porque aunque ahora parezca sencillo conectarse con el mundo, hace menos de 30 años todavía había que ir a la fuente a por agua potable. Algunos relatos son recientes, como cuando a principios de los noventa los vecinos decidieron rehacer el pueblo en la parte alta, donde están las mejores vistas, para poder tener casas más cómodas y más amplias, y con mejores accesos para los coches y para los tractores. Otros relatos, como el de la ermita, son antiguos. Una noche de 1859, los vecinos de Puxallos trasladaron piedra a piedra la ermita de una punta a otra de la aldea para que sus vecinos de A Xesta no se la apropiaran. Quizás la clave de por qué tantos se van y regresan esté en la fuerza y en el amor a su tierra que se vislumbra en estas historias.
Si Puxallos es abierto e internacional es gracias a la curiosidad e iniciativa de sus vecinos, aunque algunos, como Celia, se resistan a irse lejos: “Yo cuido de los animales y de las casas de los demás cuando viajan. Que aprovechen ahora porque cuando me jubile yo también quiero irme de vacaciones. Aunque marcharé cerca”.
Babelia
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