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Muere Ágnes Heller
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La valentía del pensamiento

La filósofa húngara fue ordenada, lúcida y sencilla, y apostó, cuando nadie lo hacía, por la unidad de sentimientos y pensamientos

Juan Arnau
Ágnes Heller, retratada en Madrid en 1989.
Ágnes Heller, retratada en Madrid en 1989.Migule Gener

El líquido elemento, el elemento primordial según Tales de Mileto (primero de los filósofos), se ha llevado la vida de Ágnes Heller y nos ha devuelto su cuerpo. Una vida que ha sido testigo de lo peor y lo mejor del siglo XX europeo, acaso el más cruel de los que ha conocido la historia. Una vida marcada por dos terribles totalitarismos y un hecho brutal: el asesinato de su padre y de muchos de sus amigos de infancia en el campo de concentración de Auschwitz. Desde entonces su principal preocupación fue responder a la pregunta: ¿cómo es posible que sucediera? Para ello se inició en el estudio de la física y las matemáticas, en la creencia de que estas ciencias, las más rigurosas, le otorgarían la respuesta. Pero una visita casual a una de las conferencias de Georg Lukács, donde no entiende nada pero “percibe” que allí se habla de lo que le incumbe, le hará cambiar el rumbo.

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Brillante discípula del maestro Lukács, muy pronto empezará a brillar con luz propia. Ante las disyuntiva entre el sionismo y el comunismo, elige este último, y obtiene las primeras respuestas a las cuestiones cruciales que se plantea: por qué hay sufrimiento, por qué hay opresión. Es al mismo tiempo colectivista e individualista y le encanta tener una causa (“Prefiero una vida en la que tienes una causa”), pero percibe cierta incompatibilidad entre la vida filosófica y la vida de las causas y advierte que no se le permite pensar por sí misma: “Ningún filósofo puede sumarse a un ismo”. La distancia es el remedio. Disidente de la Hungría comunista, es despedida de su trabajo en la Academia de Ciencias por no ejercer el marxismo-leninismo y emigra como profesora a Melbourne y, desde allí, a Nueva York. Lejos de Europa se respira mejor y, sobre todo, se piensa mejor. Desde esas instancias, y hasta su regreso a Budapest, criticará el auge de los nacionalismos y los grandes modelos de transformación social, advertirá que la innovación tecnológica no es garantía de progreso, elaborará una teoría de los sentimientos y transformará a Shakespeare en filósofo de la historia.

Convertida al humanismo radical, ordenada, lúcida y sencilla, está convencida de que las personas buenas existen y apuesta, cuando nadie lo hace, por la unidad de sentimientos y pensamientos. La persona unificada es un hecho empírico, por mucho que intente desmentirlo el fetichismo de la mercancía (capitalismo y esquizofrenia) y su perpetúa alienación del sentimiento. Ella, que decía que el cambio no era posible, acabó por transformarse en una personalidad única, encarnando una de sus más excéntricas ideas: la personalidad como tendencia y excepción. La personalidad es una singularidad en el espacio físico matemático. Ella lo fue (todos los somos). Ahora esa valentía se la ha llevado el agua del origen.

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