Cuando eres lo que tienes
'Otro planeta', de Tracey Thorn, cantante de Everything But The Girl, no es la historia de una estrella del pop, sino las apabullantes memorias de una adolescente de extrarradio
A Tracey Thorn le regalaron su primer diario en la Navidad de 1975. Por aquel entonces, la futura estrella del trip hop —Thorn estuvo al frente de Everything But The Girl durante 17 años— tenía 13 años. Vivía en un suburbio de las afueras de Londres. Una ciudad satélite, otro planeta. Un lugar llamado Brookmans Park, diseñado para ser autosuficiente, pese a no estar lejos de nada, y convertido por sus habitantes, en palabras de la propia Tracey, en “una isla que flotaba en un mar de campos”. Fue fácil crecer allí. Fue como habitar la ciudad decorado de El show de Truman. “Puede que el motivo de que nos sintiéramos desconectados incluso de los pueblos cercanos —pueblos que se encontraban a dos paradas de tren, 10, 15 minutos— fuera que Brookmans Park tenía todo lo que se puede necesitar, de un modo que resultaba a la vez maravilloso y espantoso”, dice Thorn.
En dicho lugar había tiendas, una gasolinera, un taller mecánico, un médico de familia, una escuela de primaria y otra de secundaria, una iglesia, un dentista, hasta un hotel, con su bar y su licorería. “El pueblo daba la sensación de no necesitar a nadie más, ni nada más”, ni siquiera la cultura. Porque puede que hubiese cientos de cosas que lo convirtiesen en un lugar funcional, pero no había cine, ni teatro, ni ninguna sala de música, y, lo que es peor, tampoco existía la idea de que esas cosas importaran. La sensación de que ninguna puerta que abrieras iba a mostrarte nada que no hubieses visto ya había crecido en Thorn a los 13 años hasta el punto de convertirse en una negación constante. Es decir, lo que la definía, según ese primer diario, y todos los que vinieron después, mientras la adolescencia la moldeaba a espaldas del mundo, era lo que no tenía.
Día 30 de diciembre de 1975: “He ido a Welwyn con Liz. No me he comprado nada más allá de una bolsa de patatas Kentucky”. Día 1 de enero de 1977: “He ido a Welwyn con papá y mamá a comprarme unas botas, pero no he encontrado ningunas”. Día 8 de enero: “Liz y yo hemos ido por la tarde al pueblo de Potters Bar a intentar que le perforaran las orejas, pero no lo ha conseguido”. Día 19 de enero de 1979: “Deb y yo hemos ido a Saint Albans. He intentado comprar unos pantalones negros, pero no he encontrado ningunos que fueran bonitos”. Día 17 de marzo: “He intentado ir a la biblioteca, pero estaba cerrada”. He aquí un puñado de las anotaciones de los diarios de la propia Thorn, que se dice a sí misma que “allí donde no llega el metro se extiende un terreno distinto y más impreciso en el que es posible que no pase nada de nada, en el que puedes estar siempre aspirando a algo, pero siempre fracasando”.
Entendido como mapa en el que rastrear lo que fue y lo que sigue siendo —la cosa se abre con un regreso de la propia Thorn a Brookmans Park, atenta a los signos del paso del tiempo, que, por momentos, parecen no existir: el no lugar también tiene eso, que nunca dejará de ser un no lugar—, Otro planeta resulta un artefacto apabullante, a medio camino entre la biografía —estrictamente adolescente— y el ensayo fascinantemente sociológico (e incluso urbanístico: ¿hasta qué punto lo que nos rodea y finge abastecernos no está tratando de limitarnos?), que puede leerse también como un retrato generacional, y casi como una novela crónica de iniciación, el coming of age de una adolescente que nunca fue una adolescente cualquiera, pero que creció sin poder evitar serlo. En un lugar en el que no puedes cruzarte con nadie que no sea como el resto —la estandarización del sistema se ceba en la pequeña comunidad— ni siquiera puedes soñar con serlo.
A medida que crece, y siempre con sus escuetos y divertidísimos diarios como hilo conductor, Thorn empieza a ser consciente de lo difícil que resultaba todo —y lo hace reflexionando desde el presente, pensando, por ejemplo, en el aburrimiento atroz de la época: “Fuimos la última generación a la que se le ofrecía una cantidad de entretenimiento tan limitada que nos veíamos obligados a crear el nuestro”—, también de la oscuridad que rodeaba a ciertos temas —“vivíamos en un ambiente en el que el sexo era invisible y omnipresente, en el que las chicas vivían a la vez en la ignorancia y convertidas en un blanco fácil”—, y de la falta de modelos. “En Brookmans Park no se observaban grandes señales del feminismo de la década de los setenta. Mi madre reconoció que la moda estaba cambiando cuando se compró una minifalda y unas botas ajustadas, pero nunca se las puso”, escribe.
Las primeras mujeres que tocaban la guitarra habían llegado a ello porque habían querido ser ciertos tipos. Patti Smith, Keith Richards, Chrissie Hynde, cualquier rockero. Cuando Viv Albertine heredó 200 libras de su abuela y se compró una guitarra eléctrica se preguntó por qué no había visto aún a una chica tocarla en televisión. Era un nuevo principio, y uno que la adolescente aislada y aburrida Thorn —cuyo nombre, Tracey, dice, siempre le recordará a la chica de extrarradio que fue— iba a utilizar para escapar de aquel lugar en el que nunca pasaba nada mientras pasaba todo.
Otro planeta Tracey Thorn Traducción de Ismael Attrache. Alpha Decay, 2019 217 páginas. 21,90 euros.
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