Rosalía, una diva cándida en el Primavera Sound
El último fenómeno del pop español ofrece un espectáculo lleno de espontaneidad en uno de los puntos álgidos de la jornada de clausura del certamen musical
Lo de Rosalía es un poco como lo de la gastronomía española. Para unos, es Ferran Adrià, un tipo genial y único que, a partir de los principios de lo que somos y comemos, llegó al futuro y allí se encontró al resto del planeta aplaudiendo. Para otros, es Jamie Oliver, un tipo que le puso chorizo a la paella y logró irritar a los padres de las esencias. La de Sant Esteve de Ses Rovires (Barcelona) se subió al escenario Pull & Bear para hacer lo suyo con una ingente cantidad de gente venida de Barcelona, Valencia o incluso Newcastle, haciéndose sitio a eso de las diez de la noche del sábado para verla de cerca en uno de los momentos más esperados de la última jornada del festival Primavera Sound. Sin pensar en las dudas ni en las certezas que despierta. Ni duelos ni quebrantos.
Arrancó con Pienso en tu mirá y aquello se derritió de placer. A diferencia de las artistas que llevan ya tiempo jugando en la liga de las grandes producciones, los grandes montajes, las grandes intenciones, Rosalía aún mantiene un punto de candidez que la separa del automatismo, que hace que se largue a charlar entre tema y tema, ya sea en catalán, en castellano o en lo que haga falta. Transmite autenticidad y espontaneidad, aun a costa de ralentizar un espectáculo que podría funcionar como un Ferrari, pero es más feliz siendo un 600 recién pintado.
Y eso sucede porque ella no es una diva; cuando da las gracias, las da de verdad, y cuando se abraza al cantante británico de soul digital James Blake, tras terminar de interpretar Barefoot in The Park, se abraza de verdad. Sobre este escenario enorme, bajo unos visuales ambiciosos, rodeando a sus bailarinas y a su coro gitano, Rosalía logra parecer mucho menos de lo que es, y eso la hace ser mucho más de lo que otras jamás conseguirán ser.
Antes del huracán Rosalía, el festival registró otro acontecimiento meteorológico con Kate Tempest. Poeta, novelista y rapsoda, presentaba el que será su nuevo disco, The Book Of Traps And Lessons, producido junto a Rick Rubin, maestro en resucitar zombis del rock, quien, tras un intento fallido de colaboración con la inglesa, ha vuelto a llamarla para terminar la faena. Tempest se mostró relajada. Recitaba, a veces gritaba, y siempre agradecía. El escenario, como viene siendo menester estos días, se fue poco a poco vaciando. Es muy complicado en este Primavera encontrar a alguien que haya visto un concierto entero, lo cual no debería ser necesariamente malo.
Robyn, estrella global
Justo después de Tempest llegó la sueca Robyn, quien tomó al asalto el escenario. Hasta hace unos años era más compositora que intérprete, más cerebro en la sombra que cuerpo bajo los focos. Pero su mutación en estrella global ha sido tan merecida como fulminante y emocionante. Robyn se parece a Tempest en que entiende una música que hace de otra forma totalmente contracultural. Del mismo modo que aquella lleva el hip hop a los clubes de lectura, Robyn arrastra la música de baile hasta las clases de semiótica y las terapias de pareja.
Con una expresión corporal fascinante y acompañada muy de cerca, mucho, de un bailarín negro, la sueca se zampó el escenario ahondando en ese paradigma del nuevo baile: más flexible que aeróbico. Las cortinas, los tonos azules y malvas y la forma de jugar con los silencios y el vacío, resultaron en un espectáculo notable, que llegó a su cénit con Dancing On My Own. Hoy sabes que va a tocarse algo grande, cuando se encienden los móviles entre el público. Y así fue. Escuchar a la gente perder la voz gritando sin sonido el primer estribillo del tema fue realmente emocionante. Incluso un festival tan físico como este Primavera requiere de momentos tan sentimentales como el que se vivió con aquella canción que bailaba sola en su habitación Lena Dunham en Girls y que es hoy, por derecho propio, himno generacional.
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