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Leer sin saber

Algunas ficciones pueden arrebatarnos desde un principio. Otras aparecen cuando no se las espera

Adam Driver (izquierda) y Jonathan Pryce, en 'El hombre que mató a don Quijote', de Terry Gilliam.
Adam Driver (izquierda) y Jonathan Pryce, en 'El hombre que mató a don Quijote', de Terry Gilliam.

A nadie se le pedirán explicaciones si dice que En busca del tiempo perdido, Madame Bovary o Doctor Faustus son los libros que más le impresionaron. Tal declaración ratifica lo que ahora se llama canon, es decir, la champions league de la literatura. Con igual tranquilidad, se acepta nombrar a Jane Austen junto a Stendhal, o a Heine en la misma frase que a Baudelaire. Salvo para rebeldes que quieran intranquilizar lo establecido, esos nombres figuran en la mayoría de las listas. Ya no causan escándalo en los tribunales, ni hay fiscales que los persigan como a Flaubert, o censores que quieran borrarlos como sucedió con Lolita, de Nabokov. Solo a un provocador profesional se le ocurriría decir que, al lado de Rojo y negro, se puede poner una novela desvaída de Lamartine; que Victor Hugo no es para tanto, si se piensa en lo bien que escribía Alfred de Vigny; o que, finalmente, Eliot es bastante aburrido si lo comparamos con Neruda. Hay listas con las que no se juega, donde se prescriben libros que hay que leer contra viento y marea.

Un amigo recuerda, con vergüenza retrospectiva, que fue a una librería para adquirir Edipo rey de Sófocles, pensando que Sófocles era un lugar de Grecia. La profesora no lo había aclarado a su público de secundaria. Pareja confusión me afectaba, de adolescente, frente al Quijote. Antes me había sucedido mezclar el Cantar de Mio Cid con Le Cid de Corneille, sin consecuencias fatales. Me gustaban más los versos del drama francés. Del Quijote, en la escuela, nos obligaron a memorizar algunos párrafos sobre las armas y las letras, incomprensibles para nuestra incultura y mucho más difíciles de retener que las sextinas del Martín Fierro, que finalmente ayudaban con el verso corto y la rima.

Decidí entonces, a los 14 años, que leería el Quijote yo solita, empresa que, a mediados del siglo XX, era completamente imposible para una chica, aunque fuera muy pretenciosa. Sentada en el segundo patio de la casa, me concentré tardes y tardes para “leer” a Cervantes, tarea que, de vez en cuando, aliviaba con una merecida botellita de coca-cola. Solo tenía el Diccionario de la Real Academia. No existía Internet, y mi familia tomó distancia de una empresa que consideró uno de mis habituales caprichos.

Me fue muy mal. La Real Academia informaba que una venta era “una casa establecida en los caminos o poblados para hospedaje de los pasajeros”. ¿O sea que era un hotel? El conocimiento, adquirido en vacaciones, de tal tipo de establecimiento volvía inverosímil lo que Cervantes les adjudicaba como escenario. Y así con decenas de palabras: burlería, bachiller o achaque, para mí, no significaban lo que parecían designar en el Quijote. Igual continué recorriendo las páginas, en una horrible edición de Sopena, sin notas ni ilustraciones. No obtenía diversión alguna, todo quedaba en un más allá de mis capacidades. Tanto habría dado atreverme con el Ulises, de Joyce, animada por la esperanza de que leía inglés y esa destreza bastaba. Con Joyce, la humillación habría sido peor, porque hubiera llegado a la conclusión de que tampoco leía inglés.

Mucho más tarde aprendí que cada libro llega a su tiempo. Y que mientras ese tiempo no llega, otras novelas nos capturan. Eso me sucedió, a los 15 años, con Rojo y negro, de Stendhal, porque de inmediato me identifiqué con Julien Sorel, que se convirtió en mi personaje más amado, probablemente hasta hoy. Conservo todavía el ejemplar de Garnier. Si entonces hubiera leído La montaña mágica, de Thomas Mann, me habría encontrado en un mundo casi tan complicado como el de los refranes y retruécanos del Quijote. Cuando leí la novela de Stendhal no sabía nada de la Francia de la Restauración, pero tuve la impresión de que no necesitaba saber nada.

Algunas ficciones pueden arrebatarnos desde un principio, sin pedirnos demasiado a cambio. Otras aparecen cuando no se las espera. Eso me sucedió con una novela de Arthur Schnitzler, que leí tardíamente porque algo me indicaba que debía esperar para leerla en su lengua. Anoche terminé Spiel im Morgengrauen, traducida como Apuesta al amanecer por Miguel Sáenz. La leí dos veces seguidas en la misma semana. Un joven teniente pierde y gana y vuelve a perder todo en una noche, hasta matarse a la mañana siguiente, porque la deuda de juego impagable es una deuda de honor. El mecanismo narrativo perfecto y los diálogos tan leves como irónicos avanzan con la elegancia decadente del Imperio Austrohúngaro próximo a su final. No soy jugadora y, sin embargo, algo de Schnitzler me concernía directamente. Con su personaje, sentí una extraña familiaridad, aunque yo conozca muy poco de las costumbres militares de los oficiales señoritos o de las reglas del punto y banca. Quizá la causa sea cierta inclinación por tomar riesgo.

Cada lector llega a la literatura de las maneras más azarosas. En Willi Kasda, el jugador de Schnitzler, reconocí a Sergio Escalante, el jugador de Cicatrices, la novela de Juan José Saer. Nunca se lo pregunté a Saer y ya no habrá ocasión de hacerlo.

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