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Cartera de valores

Las mejores virtudes de Juan José Millás se diluyen en una novela en la que prima la ocurrencia encadenada y que parece desbordada por la imaginación del autor

Jordi Gracia
Juan José Millás, visto por Sciammarella.
Juan José Millás, visto por Sciammarella.

El experimento no ha funcionado. No voy a hacer el chiste malo de que funciona solo a ratos, porque es demasiado malo el chiste y porque no tiene ninguna gracia. Pero las mejores virtudes del novelista Millás se diluyen en un formato que propicia la ocurrencia encadenada, el método aditivo y demasiadas veces la indulgencia autocrítica. Las fábulas turbadoras del mejor Millás, el de El desorden de tu nombre, el de El orden alfabético o el más reciente de Desde la sombra, están aquí retenidas o disecadas pero no trabadas y organizadas para que fragüen una historia fantástica anclada en la realidad político-moral de su tiempo. De su articulismo brillante, de su voz heterodoxa e incisiva llegan al libro múltiples rastros e hilos, casi siempre bienvenidos en la columna de la última página de este periódico, pero con un efecto muy distinto en esta novela: acumulativo y peligrosamente monótono. El artilugio que acaba resultando es frustrante, y lo es en particular para el lector que haya disfrutado de las múltiples virtudes de Millás porque las adivina y las reconoce, identifica sus neurosis típicas y sus reiteraciones sin que palpite aquí su característica perplejidad novelesca.

La novela no es el diario real de un novelista, sino la novela en forma de diario ficticio de un escritor con vida de escritor, viajes, firmas de libros, ferias del libro, pero también saturado de cuadernos de notas, quizá como esos cuadernos que, dice en el libro, “son con frecuencia lugares de acceso a uno mismo”. Abres uno, escribes un rato “y de súbito estás otra vez dentro de ti”, como si de veras de esa intermitencia de la vida pudiera nacer una novela. Claro que se las sabe todas: el brillo ocurrente, la imaginación portátil y también la manera de encajar los chispazos inservibles en otros contextos buscan sitio ansiosamente en este libro. Simpatizamos con el alcoholismo moderado, con sus alumnos mancos y alumnas irritables de la escuela de escritura creativa, con sus visitas a la(s) psiquiatra(s) y sus dolencias: delatan la personalidad de un escritor inconfundible en las letras españolas de la democracia. Es él, asomado al vértigo de un experimento que honra su oficio y su decencia profesional, y deja también un montón de páginas inequívocamente suyas, incluida su versión aforística y ramoniana (de Ramón Gómez de la Serna): “La esquina es la parte luminosa del rincón”.

Pero el lector que le quiera y le haya seguido sentirá esta novela como producto inacabado, desbordado por la propia imaginación del escritor, como si hubiese ganado la fantasía ­desatada al control del oficio. O como si haya querido hacerla jugar en un formato, el del diario, que daña sus mejores virtudes y propicia algunas de sus propensiones innatas. Me acordaba de Manuel Vicent cuando decía que se obligaba a escribir muy rápido para no incurrir en el riesgo potencial del preciosismo innato a su estilo. En mi imaginación de lector, en la estricta intimidad de la lectura, he sentido que estaba ante un ingente repertorio de motivos, de anécdotas y de personajes capaces de poblar de vida completa a un montón de novelas de Millás. Pero quizá la misma indecisión del escritor para escoger esta o aquella, estos o aquellos motivos, ha acabado construyendo una suerte de cartera de valores a la espera de la convicción selectiva que les diese unidad y dispersión, tensión e intriga, la intención y la magia que Millás ha exhibido en tantas otras ocasiones.

La vida a ratos. Juan José Millás. Alfaguara, 2019. 480 páginas. 19,90 euros.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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