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Reír en un mundo de sádicos

El dibujante y escritor Roland Topor dio rienda suelta a su estilo hilarante y cruel en una colección de relatos poblados por personajes insoportables a la manera de Sade

Patricio Pron
El escritor Roland Topor, en su casa en 1986 en los preparativos del rodaje del corto Une minute pour Canal Plus. 
El escritor Roland Topor, en su casa en 1986 en los preparativos del rodaje del corto Une minute pour Canal Plus.  Guy Le Querrec (Magnum Photos)

Nuestra cultura, nuestro mundo, deben más a Donatien Alphonse François de Sade, llamado el Marqués, que a algunos de sus contemporáneos, pero no hay ningún parque, ninguna escuela con su nombre; algo en su obra sigue resultándonos insoportable pese a que sus placeres son ya los nuestros (y del melifluo Christian Grey) y a que imágenes como las de Abu Ghraib y los vídeos del ISIS forman parte de nuestro paisaje visual desde hace años.

Acerca de lo “insoportable” en Sade se explayaron los surrealistas, pero la literatura de la crueldad que fundó el Marqués (y a la que André Breton dedicó su espléndida Antología del humor negro) es más amplia y tiene en Roland Topor a uno de sus referentes. Topor (1938-1997) fue un misterio incluso para sus más cercanos, incluyendo al escritor y dibujante François Cavanna, quien admitió no recordar cómo era que este había llegado a Hara-Kiri, la revista “tonta y mala” antecedente de Charlie Hebdo de la que fue portadista habitual y uno de los principales autores.

Topor y Hara-Kiri estaban condenados a encontrarse, en algún sentido: los personajes monstruosos y torturados que publicó en la revista a lo largo de la década de 1960 eran una declaración de intenciones en torno al humor abanderado por la publicación, que parecía provenir de los páramos sombríos y desolados que constituyen el fondo más habitual de sus ilustraciones. Topor era el más sutil de los (muy poco sutiles) dibujantes de la revista, y sus creaciones tendían al acertijo. Al igual que Sade y que Guillaume Apollinaire, y como los surrealistas (igual que el Ops de Andrés Rábago, El Roto), se limitaba a levantar acta de una existencia cruel y absurda que, a diferencia de los anteriores, sin embargo, no se tomaba demasiado en serio.

Topor fue principalmente un humorista; es decir, alguien que narra el horror sin pretender tomar posición en torno a él ni creerlo susceptible de enmienda. Su primera novela, El quimérico inquilino, es, en ese sentido, y dependiendo de cómo se la lea, uno de los textos más graciosos o más terribles que sea dado encontrar: la historia del atildado Trel­kovsky, el joven parisiense que alquila un apartamento en la calle de Pyrénées y se vuelve loco o es conducido a la locura por sus vecinos (que Roman Polanski llevó al cine en 1976), pone de manifiesto algunas de las características más notables de su estilo, como una aparente simplicidad narrativa que disimula la complejidad de los personajes, la transparencia que no revela su fondo y la perplejidad inducida en el lector, que es incapaz de determinar si lo que se le cuenta debe hacerle reír o no. Fernando Arrabal, con quien Topor fundó en 1962 el Grupo Pánico junto a Alejandro Jodorowsky, sostuvo acertadamente que, en su obra, “el humor es el puente que se tiende entre la realidad cotidiana y el sueño maravilloso, el horror y la risa”.

Esa obra, compuesta por álbumes gráficos, ilustraciones para libros de Lawrence Durrell, Anatole France y Tolstói, filmes de los que fue guionista y en ocasiones actor, obras de teatro y óperas, canciones y libros de narrativa (La cocina caníbal, Acostarse con la reina, Memorias de un viejo gilipollas), es hilarante e inclasificable. De ello dan buena cuenta los relatos reunidos en El par de senos más bello del mundo, en los que los matrimonios comienzan y terminan como bromas, la muerte recorre las fiestas parisienses como una socialité más, los magnetizadores abundan en las exhibiciones de pintura y los coches pueden contagiarse el sida mediante el contacto con otro vehículo.

Se trata de piezas breves, a menudo bajo la apariencia de un recuerdo no especialmente significativo o de un diálogo; más frecuentemente, sin embargo, los relatos de Topor se presentan como noticias periodísticas, y es en esas ocasiones en las que, en el contraste entre la rigidez del género y la plasticidad de su imaginación, Topor obtiene sus mejores resultados; son noticias monstruosas: los dentistas tienen mal aliento porque cepillarse los dientes los daña, Hollywood disimula su habitual falta de ideas produciendo filmes en los que los actores están borrachos desde el comienzo del rodaje, la Gran Orquesta Gastronómica de París interpreta su Sinfonía para biscotes, platos en salsa y huesos con tuétano, estalla el escándalo cuando se descubre que los farmacéuticos franceses trafican con la orina de sus clientes, etcétera.

Topor es particularmente cruel con quienes ejercen oficios artísticos, los burgueses bohemios a los que él (y su público) pertenecían. Pero su sátira no se limitó al cuestionamiento de un milieu: El par de senos más bellos del mundo está habitado por monjas enamoradas del Papa, idiotas que fingen ser Dios, guionistas alcohólicos que se enfrentan hasta la muerte, mancos, funcionarios coloniales paranoicos, escritores acosados por su musa… Ninguno de ellos obtiene piedad alguna por parte del autor: al igual que en Sade, en Topor hay algo insoportable que tal vez sea la certeza de que nuestra civilización sólo es una forma de barbarie, algo que el dibujante y escritor intuyó a edad temprana: hijo de judíos polacos huidos a Francia, Topor debió esconderse con sus padres durante la ocupación alemana, y el temor a la deportación y al asesinato son el verdadero origen de su obra.

El par de senos más bello del mundo. Roland Topor. Traducción de Diego Luis Sanromán. Pepitas de Calabaza, 2019. 240 páginas. 19,50 euros.

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