Javier Muguerza y el aire de libertad en La Laguna
Fue maestro de una catarata de estudiantes lúcidos, de todas las disciplinas, que buscaban en su entorno más preguntas que las que la vida da tiempo a resolver
Javier Muguerza llegó cuando era un chiquillo, aunque ya era catedrático de Filosofía, cuando persistía en la Universidad de La Laguna un aire de libertad que procedía del aliento de Emilio Lledó, su antecesor, maestro de generaciones que no solo se prepararon con él en la ciudad cultural tinerfeña sino que lo siguieron a lo largo de su vida fecunda en Barcelona y en Madrid, y aquí sigue, faro singular de la enseñanza.
Aquella era una época peculiar, extraordinaria. Las clases de Filosofía (de Historia de Fundamentos de la Filosofía, así era la asignatura de don Emilio) se llenaban de alumnos que venían de otras facultades; estaban allí, en Filosofía y Letras, Gregorio Salvador (que introdujo Cien años de soledad en las aulas españolas), Ramón Trujillo, José Luis Escohotado, Javier Coy, que introdujo el inglés y el tocadiscos… Extramuros de la docencia, pero un maestro de cuerpo entero, allí estaba también Domingo Pérez Minik, que reinventó la libertad sobre las cenizas de una guerra que lo dejó “al rojo vivo”. Disconformes como Lledó, impusieron en las aulas y fuera de ellas ese ambiente de libertad en el que se educaron numerosos alumnos y no pocos profesores.
Fue como ese instante de felicidad que viven las personas, las comunidades o los pueblos, como decía Leonardo Sciascia. Esa libertad se basaba en la enseñanza y en el aprendizaje; los profesores aprendían al tiempo que enseñaban, todos eran casi tan jóvenes como sus discípulos. Se solidarizaron con estos cuando la policía, a las órdenes del franquismo, cargaba contra ellos por reclamar ese aire que se transmitía en las aulas y que se vivía en los pasillos, en el Paraninfo, en la ciudad. La Laguna es llamada la Ciudad de los Adelantados. En esa lucha universitaria por la soflama saludable en contra de la dictadura fue, en ese instante, adelantada también. La Universidad de La Laguna fue un instrumento moral para la alegría de la libertad. En España.
En el epicentro de ese tiempo, en 1972, llegó Javier Muguerza. Era un muchacho, ya digo; venía avalado por el magisterio de Lledó, por sus numerosos conocimientos y amistades, por el trato y la conversación con Javier Pradera, con Alfredo Deaño, con el mundo de la cultura y de la filosofía peninsulares, y en seguida se hizo, entre los estudiantes laguneros, uno más, otro estandarte de los que había sembrado Emilio Lledó. Este se había ido a Barcelona cuando tenía 39 años, y Muguerza no tenía treinta cuando prosiguió ese aire podría decirse libertario con el que siguió dando mandobles morales a la sociedad quieta de su tiempo. En aquel instante, debe recordarse, La Laguna estaba en el punto de ignición de una revolución que disfrutaba de luces como la suya. Fue una alegría verlo caminar, con su carpeta, como antes don Emilio, la mirada hacia arriba, su cabeza aireada, creyéndose él mismo un alumno que iba a escuchar su propia clase.
Era un hombre singular, afectivo, veloz, entrañado enseguida en la Universidad de La Laguna, en la que estuvo cinco años fructíferos, que le fueron recompensados con un doctorado honoris causa. Venía avalado por varios magisterios, como los de José Ferrater Mora y de José Luis López Aranguren, a los que llevó a la isla, pero pronto fue él mismo el maestro de una catarata de estudiantes lúcidos, de todas las disciplinas, que buscaban en su entorno más preguntas que las que la vida da tiempo a resolver. En ese tiempo de grandes ilusiones, él era la ilusión misma. Fumaba en pipa, muy a la anglosajona, y la usaba como si no pudiera articular sus pensamientos rápidos si no tenía ese aroma a mano. Vivió en una casa invernal, en Guamasa, a las afueras boscosas de La Laguna, adonde llevaba a alumnos y amigos; en Santa Cruz vivió cerca del Hotel Mencey, en una casa que daba a los árboles, como si persiguiera, en la montaña y en la ciudad, aromas ingleses como los de su pipa.
En este último periodo lo vimos presumir de su hijo Íñigo, que era el motivo de sus conversaciones más vivaces de padre joven cuya ilusión no eran tan solo la filosofía o la enseñanza. Muguerza fue en sí mismo una cultura y una atmósfera, un sistema de creencias morales y un relator apasionado del tiempo que vendría, pues llegó cuando la dictadura se resquebrajaba como un piano descompuesto y nacía una etapa a la que La Laguna le ofreció, para los que estábamos allí, un insólito, excéntrico, epicentro.
Ahora que ya no está Muguerza, nublada pues la vida por una ausencia que entristece y limita, ese tiempo de La Laguna, crucial para tantos, se achica también. El escritor escocés William Boyd le dio a un periodista que le preguntó por lo que habría en su epitafio este: “Bienvenido, olvido”. El olvido es como el futuro: es lo que no hay para hombres como Muguerza, o para tiempos como los que él protagonizó. Pero sobre el recuerdo imborrable de su presencia no queda más remedio que entonar la elegía que se debe a los que nos hicieron otros, distintos o mejores. Es tan abrumadora la vida, tan difícil. Manda tanto en ella la memoria, es tan duro, tan injusto, tan difícil de sobrellevar la posibilidad del olvido.
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