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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

En directo, el piano robot

El islandés Ólafur Arnalds desarrolla su hábil minimalismo y muestra instrumentos manejados por control remoto ante un público extasiado en Madrid

Un momento de la actuación de Arnalds en Madrid.
Un momento de la actuación de Arnalds en Madrid. JAVI GARCÍA

A veces suceden cosas extrañas, anómalas, difíciles de explicar. Por ejemplo, que un compositor experimental y minimalista, llegado desde una remota población islandesa y con la manifiesta voluntad de evitar cualquier conato de melodía clásica en sus composiciones, consiga reventar el Teatro Nuevo Apolo de Madrid. Anoche se agolpaban a sus puertas mil y pico personas heterogéneas, pero extraordinariamente expectantes. Hay gente para todo, y bien que reconforta refrendar la existencia de públicos alejados del carril central.

Puede haber motivaciones muy dispares para acercarse a una obra en apariencia ensimismada, queda, inexpugnable para algún neófito, como la de Ólafur Arnalds. La principal acabará siendo, en no pocos casos, la necesidad de echar el freno, de retornar a la música como expresión de tierra y cielo, de realidad y sugerencia. Los episodios acontecen sin urgencias en estas partituras, como en cámara lenta, y muchos de los que asumieron el reto se descubren dejándose llevar, meciéndose. Embriagados por el encanto de vivir despacio. O despacito, como diría aquel.

Arnalds maneja como pocos los hilos de la intriga. Irrumpe en las tablas en aparente soledad y se sienta a interpretar la primera de sus tristísimas piezas al piano (Àrbakkinn), pero en mitad de la ejecución descubrimos a los integrantes de su cuarteto de cuerda agazapados entre las tinieblas del escenario, y hacia el final aún encuentra ocasión de manifestarse un batería al que solo los oteadores más finos habrían barruntado. Así es la música del islandés: oscura y sujeta a la belleza de las incorporaciones inesperadas.

Habían transcurrido cinco años desde la anterior visita, y eso también aviva las ansias del reencuentro. Entre medias, una lesión en el brazo derecho le ha impedido tocar con normalidad, pero ayer le sirvió para hacer gala del sarcasmo ártico, que no solo existe sino que bien merece ser descubierto. “Lo mejor en estos casos es montar una banda de tecno. Solo tienes que pulsar un botón y luego dedicarte a lanzarle confeti al público”, se carcajeó, aprovechando que el mejor humor siempre está basado en hechos reales.

El de Mosfellsbaer (11.000 habitantes) no es ningún perezoso, desde luego, aunque tampoco renuncia a ciertas dosis de efectismo. Desentrañar el misterio de su obra les resultará más sencillo a quienes crecieran junto a Michael Nyman, Philip Glass o, más recientemente, Nico Muhly y Max Richter, aunque a la ecuación hemos de añadir el factor autóctono: el añorado Jóhann Jóhannsson y, desde luego, Sigur Rós, aunque solo fuera por la brumosa y fascinante concepción luminotécnica del escenario. Quiere todo ello decir que Ólafur se ensimisma en torno a patrones rítmicos reiterados, acentuaciones hipnóticas, ciclos de notas en bucle, obstinatos en ocasiones muy evidentes. Pero el resultado es extraordinariamente seductor, sobre todo cuando la electrónica amigable se suma a la fórmula y multiplica la expresividad de la obra. Sucedió casi al final, con la interpretación consecutiva de Undir y Ekki hugsa, pero ya lo habíamos vivido en el primer tramo gracias a re:member, tema central para el alabadísimo disco de 2018 y compendio intensivo de todos los colores en la paleta. Quien no sucumba ante esos seis minutos memorables puede dar la causa por perdida.

Arnalds se entretiene grabando muestras vocales al público o exhibiendo, precisamente en re:member, sus pianos robotizados (“compré un par porque dos siempre es mejor que uno”), que se manejan por control remoto y aportan un sonido más hueco, casi de marimba. Pero los ingenios tecnológicos ya casi nunca son tan impactantes como para provocar la incredulidad del espectador. Lo verdaderamente asombroso ayer fue la aceptación del principio premillenial, pero de lógica apabullante, según el cual el directo es el ritual de lo irrepetible, no la excusa para el souvenir o la ostentación digital. Nadie desenfundó el móvil en el patio de butacas. Es más: alguno, incluso, entornó los ojos o llegó a cerrarlos. A este islandés rubito y modoso habrá que anotarle este logro fabuloso e insólito. Más aún, incluso, que su hábil pero aseada música ambient.

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