Los 60 años de Motown
Cuando el corazón musical del mundo latía siguiendo ritmos fabricados en Detroit
Un milagro. El 12 de enero de 1959, Berry Gordy fundó una compañía de discos con un préstamo de 800 dólares (el equivalente de siete mil dólares actuales). Sus posibilidades eran mínimas: aunque tuvieran éxitos, la mayoría de los sellos eran estrangulados por el desfase entre gastos (pagados a tocateja) e ingresos (que, en el mejor de los casos, llegaban 90 días después). Pero Gordy aguantó y puso los cimientos de lo que sería un imperio musical: la Motown Records Corporation.
La única discográfica que ha bautizado un estilo universalmente reconocible, el sonido Motown. También fue la mayor fábrica de éxitos de los años sesenta, con asombrosos porcentajes de aciertos (en sus mejores momentos, hasta el 70 % de sus lanzamientos entró en listas). Y funcionaba como una factoría, sincronizando diferentes equipos: compositores, arreglistas, instrumentistas, productores, cantantes, coreógrafos y el todopoderoso departamento de control de calidad, donde Gordy decidía los discos que tenían prioridad (era habitual en Motown el grabar un tema prometedor en diferentes versiones). Todo en la ciudad norteña de Detroit, hasta que en 1972 se trasladó a Los Ángeles y, ahora lo sabemos, se diluyó la magia; los éxitos seguirían llegando pero ya sin una identidad común.
En los años noventa, tuve la oportunidad de tratar a Elmore Leonard, el gran creador del Detroit noir. Hombre muy sensible a la música popular, le pregunté cómo es que ninguna de sus novelas situadas en la Ciudad del Motor se acercó al ecosistema de Motown. Suspiró y bajó la voz: “Se trata de una historia demasiado amarga, incluso para una novela negra”. Cierto. Como en tantos casos de éxito masivo, hay detrás una trama de explotación. Dentro de una industria tan despiadada como la discográfica, Motown fue una empresa francamente cruel. Y no ayudaba que sus propietarios fueran negros: dominaba un espíritu similar al de las viejas plantaciones sureñas. De hecho, muchos de sus capataces (altos ejecutivos) eran blancos, para que nadie se hiciera demasiadas ilusiones.
La compañía pagaba las regalías más o menos a capricho, descontando los gastos de grabaciones (fueran o no editadas) y la formación de los artistas, que debían someterse a cursos de buenos modales: el objetivo de Gordy era que, aunque grabaran esencialmente para el público juvenil, sus grupos y solistas terminaran girando por casinos y clubes nocturnos.
Motown funcionaba como una familia, en unos edificios modestos del Grand Boulevard. Una olla a presión donde todo se sabía. Los líos amorosos de Gordy explicaban, se decía, la ascensión de Diana Ross a objetivo principal de la compañía; que conste que esas relaciones clandestinas no ayudaron a lanzar a Chris Clark, una de las primeras vocalistas blancas de Motown, que también fascinó a Gordy. Aparte, Motown tenía más artistas —unos cien en 1965— de los que podía manejar, con lo que siempre existió un coro de descontentos y frustrados.
En 1967, Holland-Dozier-Holland, los principales compositores-productores, rompieron con Gordy, descontentos con el reparto de dinero, el principio de lo que sería una avalancha de demandas. Fueron reemplazados por otro miembro de la plantilla, Norman Whitfield, un tipo lacónico que desarrolló el llamado psychedelic soul, canciones gomosas, abundantes en efectos sonoros y generalmente coronadas por letras políticas y sociales. Escenificadas por los Temptations, The Undisputed Truth o Edwin Starr, colocaron a Motown en la punta de lanza de la contracultura negra, una posición reforzada por la posterior emancipación creativa de Stevie Wonder y Marvin Gaye.
Sin embargo, Motown fue perdiendo liderazgo entre la comunidad afroamericana. Una anécdota que resulta reveladora: nadie de Motown acudió al funeral del Otis Redding, muerto en circunstancias dramáticas a finales de 1967; sí lo hizo otra vecina de Detroit, Aretha Franklin. Se notó su falta: Otis grababa para la competencia pero venía de la Georgia rural, igual que la familia Gordy. Se entendió así: los Gordy, nuevos ricos, eran demasiado esnob para solidarizarse con sus rústicos colegas sureños.
Babelia
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