Inge Morath: paradojas de la primera fotógrafa de Magnum
Una biografía se adentra en la compleja personalidad de una mujer adelantada a su tiempo
Cuando Inge Morath (Graz, Austria, 1923- Nueva York, 2002) llegó a Magnum no sabía fotografiar. La joven era entonces una experimentada editora y redactora. Fue contratada para editar y escribir textos, entre ellos los preciados y explicativos pies de fotos que obligatoriamente debían acompañar a las imágenes. De hecho, “leer los textos de Morath es un recordatorio de que la escritura y la fotografía no están tan distantes: ambos dependen de saber ver, no solamente mirar, sino percatarse, discernir los patrones y las revelaciones que normalmente pasan desapercibidas”, escribe Linda Gordon. Cuatro años más tarde la artista se incorporaba a la prestigiosa agencia como miembro asociado. Comenzaba así una trayectoria de más de cuatro décadas, que la llevaría por caminos que harían de su vida algo tan excepcional como sus imágenes, y de ella una verdadera ciudadana del mundo, capaz de ver simultáneamente lo universal y lo personal.
Gordon nos guía por la vida y obra de la artista través de una biografía ilustrada: Inge Morath: Magnum legacym publicada por la editorial británica Prestel. El libro fue idea de Magnum. La historiadora reconoce que nunca había oído hablar de la fotógrafa hasta que recibió el encargo. “Lo que más me sedujo fue la historia de su vida. Se desarrollaba dentro del marco de algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX”. Nació en Austria, sus padres apoyaban el régimen nazi. Estudió arte en la Universidad de Berlín y durante la guerra trabajó para una fábrica de piezas de aviación. En uno de los bombardeos decidió escapar de la ciudad para reunirse con su familia en Salzsburgo. Recorrería 732 kilómetros a pie entre refugiados y soldados. “Todos estaban muertos, o medio muertos. Anduve entre caballos muertos, y mujeres que portaban niños muertos en sus brazos. Por eso no puedo fotografiar la guerra”, diría años más tarde. Trabajó como traductora y editora para el Servicio de Información de los Estados Unidos, y como redactora para varias publicaciones. Fue una historia sobre los prisioneros de guerra austriacos en Rusia, publicada en Life e ilustrada con fotografías de Ernst Haas, la que llamó la atención del carismático Robert Capa, uno de los fundadores de Magnum.
“Solo besé a Robert Capa una vez”, escribía Morath recordando sus días en la prestigiosa agencia formada por miembros notoriamente antifascistas, muchos de ellos judíos. “Su aversión por los nazis y los fascistas expresaba no solo un anti-anti-semitismo, sino una repugnancia holística a la derecha política, que amenazaba todos los valores que ellos estimaban: el arte, la modernidad, la libre expresión, la libertad sexual, una visión cosmopolita del mundo y el valor de la diversidad cultural”, escribe Gordon. Sin embargo, desde sus primeros días Morath fue consciente del trato desigual que recibían las mujeres: “Ser una de sus mujeres fotógrafas, algo bastante raro entonces,... era con frecuencia difícil, por el simple hecho de que nadie te tomaba en serio (¿qué quiere una chica guapa como tú de una profesión como esta?). Demasiada condescendencia masculina”.
Llegó a la fotografía cuando, recién casada con el escritor Lionel Birch, comenzó a sentir el gusanillo que le habían inculcado sus colegas. Fue Capa quien la animó. Aprendió baja la tutela de Simon Guttman, fundador de la agencia Dephot. Pero, fue Henri Cartier-Bresson, su mentor y amante, quien más la influyó. Esto queda claro en sus elegantes composiciones. Ambos compartían un sentido pictórico de la composición. De él aprendió la economía y la precisión a la hora de definir los sujetos. Destaca de su fotografía el precoz y sutil uso del color.
“Otra de sus características es que nunca fotografió nada político, ni relacionado con la injusticia social, característica que dominaba en Magnum, formado por grandes fotógrafos de guerra”, apunta Gordon. “Tampoco lo hizo cuando se casó con el escritor Arthur Miller, cuya personalidad tenía un claro componente político. Creo que tiene que ver con la complejidad de crecer en una familia a la que adoraba y que apoyaba al régimen nazi. Todo el mundo entendía su oposición personal frente al nazismo y cualquier nacionalismo, así como su sensibilidad frente a los más débiles y desfavorecidos. Pero nunca expresaba sus posiciones políticas abiertamente, ni en su fotografía, ni en sus escritos”. Quizás esto fue el motivo por el que le gustaba hacer un tipo de fotografía que muchos no consideraban serio; encargos de tono claramente sexista, que ella desarrollaba complaciente, donde se incluía la moda, los retratos de celebridades, rodajes de películas, o distintos eventos sociales. “El único reportaje claramente reivindicativo es el que presentó a Magnum para conseguir su admisión como miembro, Prêtres ouvriers (Sacerdotes obreros), donde muestra abiertamente su simpatía hacia ellos y su afinidad con las causas progresistas y liberales”, destaca la biógrafa.
Las paradojas de una mujer avanzada a su época, que defiende su libertad sexual y su independencia, pero que al tiempo parece claramente predispuesta a evitar el conflicto, quedan expuestas a lo largo de su biografía y noquean al lector cuando llegado el episodio de su matrimonio con Miller se encuentra con la siguiente cita de la fotógrafa: “Debía cuidar de mi marido, cuyos talentos superiores con frecuencia requerían de mi cocina de forma más urgente que de mi fotografía”. “Morath era muy consciente de la discriminación de la mujer”, señala Gordon, “pero pertenece a una generación en la que muchas mujeres creían que la solución estaba en esforzarse duramente para destacar. No le interesaba involucrarse en un movimiento feminista colectivo. Cuando se casa con Miller, de alguna forma se sintió apabullada por la fama del personaje. ¿Qué debía suponer ser la mujer de Arthur Miller, inmediatamente después de haber estado casado con la que fue la mujer más glamurosa de América para muchos, Marilyn Monroe?”. Hasta 1962 se había dedicado a recorrer el mundo. Acostumbrada al ambiente bohemio y cosmopolita de París se instaló con el autor en Roxbury, Connecticut. “Era una mujer con una extraordinaria disciplina y decidió que era una lección, casarse con un hombre famoso y cuidarle. Le amaba. Él era egocéntrico, y no estaba acostumbrado a una relación con una mujer tan fuerte e independiente. Hubo de pasar mucho tiempo hasta que Morath volvió a viajar y a recuperar su tino fotográfico”, explica la historiadora.
Uno de los episodios más sombríos de su vida es el relacionado con su hijo Daniel, su segundo hijo. Nació con síndrome de Down y fue inmediatamente internado en una institución. “Lo peor que hicieron no fue llevarle a un centro, muchos estarán en contra, pero es cierto que era común en esa época”, apunta Gordon. “El problema está en su falta de franqueza, en cómo lo ocultaron. Me sorprendió que Miller no mencionará a su hijo en su autobiografía, ni tampoco Morath en sus escritos. Ella solía visitar al niño. Pero incluso sus amigos más cercanos desconocían qué había pasado. Es extraordinario hasta qué grado era un secreto. Obviamente debido a su ocultación, cuando salió a relucir la verdad supuso un escándalo. No creo que hubiese sido tan grande de haber sido más honestos”.
“Me gusta referirme a ella como una etnógrafa visual”, dice Gordon. Le gustaba mostrar cómo vivía y trabajaba la gente y tenía mucho respeto por todas las culturas. En cada una de ellas encontraba belleza e interés. En sus retratos refleja la máxima defendida por Miller, según la cual un retrato engloba dos puntos de vista: el del sujeto y el del artista. Así, solía citar a los protagonistas en aquellos lugares que hubiesen “absorbido algo de la persona”. La composición debía ser viva. Tal y como le había enseñado Cartier-Bresson, el cuerpo resulta a veces más importante que la cara a la hora de expresar un carácter.
Su amor por España lo conservó durante toda su vida. Vino por primera vez en 1953, acompañada de Cartier Bresson, “Era la localidad que mayor disfrute la aportaba como fotógrafa”, cuenta su biógrafa. “Representaba un tipo de salvajismo y de libertad que admiraba. Resulta curioso que le encantaran las corridas de toros, donde existe un tipo de violencia, cuando evitaba esta en cualquier otro tema. Había algo en España que le permitía ser menos convencional, más aventurera”. Ciertamente, su obra resulta mucho más folclórica en comparación con la visión de otros fotógrafos extranjeros, como la de Eugene Smith o Robert Frank que pasaron un tiempo en nuestro país en los años cincuenta, o Joel Meyerowitz en los sesenta. No hay ninguna alusión al franquismo. “Le gustaba rodearse de la élite, Conoció a Balenciaga. Se comprometió con Gonzalo Figueroa, Duque de La Torre. Uno de sus encargos fue retratar a Mercedes Formica, miembro de La Falange y - contradictoriamente- defensora de los derechos de la mujer, quien la introdujo en los círculos adecuados y lo suficientemente poco convencionales como para simpatizar con la fotógrafa”. Le gustaba el drama, también lo exótico de España a ojos de los europeos.
“Para mi Morath, fue una mujer fundamentalmente valiente”, concluye Gordon. Viajó sola a lugares lejanos, algo no muy común entonces. Pretender ser aceptada y conseguirlo en un mundo de hombres presuponía no solo una enorme valentía , sino también una excelente capacidad de trabajo. Sus cualidades, combinadas con su ambición, hicieron de ella una gran fotógrafa.
Inge Morath: Magnum Legacy. Linda Gordon. Prestel Books. 192 páginas. 39,95 euros.
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