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Lamentaciones del macho occidental

Más que un polemista, Houellebecq es la última encarnación del dandi romántico. ‘Serotonina’ no es su novela más trabajada, pero conserva toda la fuerza del autor francés

Michel Houellebecq, en Nueva York en 2017.
Michel Houellebecq, en Nueva York en 2017.EDUARDO MUÑOZ ÁLVAREZ (AFP)

Michel Houellebecq (1958) lanza en Serotonina un anzuelo periodístico que ayudará a posibles lecturas sociológicas: el Captorix, una pastilla antidepresiva que ayuda a liberar serotonina, responsable de nuestra feliz integración en la comunidad, pero que conlleva un temible efecto secundario, la disminución de la testosterona y la desaparición del apetito sexual. Así, pueden proliferar artícu­los a propósito de Serotonina como retrato de una sociedad en cuidados paliativos, atiborrada de calmantes e impotente; y sin duda éste es el deseo de un polemista como Houellebecq. Aunque quizá debemos matizar que Houellebecq no es exactamente un polemista, sino la última encarnación de una figura romántica con larga tradición en las letras francesas: el dandi. Es decir, el cínico, imperturbable, amoral y raro que realiza un ejercicio de plusvalía y devaluación de su imagen pública y de su obra (voluntariamente confundidas) como símbolo de la moderna sociedad de mercado. Unos versos de otro dandi, Baudelaire, citados en el clímax de Serotonina, ayudan a mirar detrás del anzuelo. “Una vez su vendimia hizo ya el corazón, / el vivir es un mal”. Después del amor, sólo es posible la infelicidad. Y no es otra la lectura de fondo de esta radiografía de la muerte del deseo, tan bruta en sus maneras, pero tan romántica en su fondo: la nostalgia de un amor como el de nuestros padres… Y algo más, claro.

En una gasolinera de Almería, ayudando a dos chicas en shorts a tomar la presión de las ruedas, Florent-Claude Labrouste, ingeniero agrónomo de 46 años, tiene una iluminación: su vida, aparentemente envidiable, no merece la pena. Tras regresar a París, abandona su trabajo para el Gobierno (intermedia entre los productos agrícolas franceses y Europa) y deja a su joven novia japonesa (acaba de descubrir sus vídeos porno con las élites parisienses). Florent-Claude comienza una huida de sí mismo por los pocos hoteles en los que aún permiten fumar y revisa los capítulos que han determinado su fracaso. Es decir: Kate, Claire y Camille; sus tres “vendimias del corazón”.

Protagonistas de perfil técnico, pornografía, turismo sexual, imperativo ascético, el fin de Europa por un exceso de normatividad… Es fácil reconocer la deuda de Serotonina con Lanzarote (2000), Plataforma (2001) o La posibilidad de una isla (2005), y Houellebecq exagera aquí la caricatura de sus tópicos. Pero Serotonina se entre­laza, sobre todo, con el retrato triste e intimista (claustrofóbico) de sus dos primeras novelas; cuando el escritor realizaba, si se me permite la expresión, el salto mortal de su escritura como un atleta y no como un saltimbanqui. En cierto sentido Serotonina clausura la educación sentimental del antihéroe de Ampliación del campo de batalla (1994). Donde dejaba a aquel “prisionero de sí mismo”, encerrado en su piel y en un profundo spleen popularizado por la cultura del ocio, comienza ahora la bajada a los infiernos de la vulgaridad de Florent-Claude.

Serotonina tiene además voluntad de novela de formación; lo demuestra la sucesión de peripecias rememorativas del protagonista: sus tres amores puros, sus traiciones a sus ideales como ingeniero agrónomo. No es una de las novelas más trabajadas de Houellebecq, que a veces hilvana los mínimos pespuntes de verosimilitud para permitirse intercalar su diatriba antimoderna. No obstante, puede permitírselo, e incluso autoparodiarse: uno sabe en dónde se mete cuando abre un libro de Houellebecq y agradece la familiaridad de unas fórmulas repetidas con gracia. Pero además, una vez cumplido ese pacto con lo reconocible,­ Serotonina contiene un núcleo maestro que está entre lo mejor que ha escrito Houellebecq. Florent-Claude pasará la Navidad con su amigo ­Aymeric, un aristócrata que ha regresado al campo de su familia a trabajar la tierra; reanuda, invirtiéndola, la relación amo y lacayo. Durante este tramo, que ocupa más de la mitad de la novela, el chiste autorreferencial desaparece, el humor se amarga; y las dos tramas, el final de Europa en manos del gentil monstruo de Bruselas (la pérdida de las cuotas agrícolas) y “la desaparición de la libido occidental”, sueltan sus cargas de profundidad.

Houellebecq retoma un prestigioso topoi de nuestro tiempo (pensemos en el éxito de una película como La gran belleza): el réquiem del macho blanco y heterosexual. Para el narrador de Serotonina nos acercamos de nuevo a un tiempo prerromántico y “oral”. Si la carne venció a la literatura (Mann y Proust serían el canto del cisne del amor cortés), la abstracción vence ahora al cuerpo. Es interesante analizar cómo trabaja Houellebecq las metáforas, pues da en la misma raíz de esta mutación moderna de los símbolos. Convierte un concepto abstracto, digamos, la falta de deseo, en un producto concreto, el Captorix. Para después, siguiendo la lógica del mercado que otorga a los productos valores absolutos, convertir una pastilla en una alegoría. Así, sin renegar del potencial de las metáforas, les da nueva vida y esquiva su ambigüedad (en la que sí caería, por ejemplo, Marguerite Duras en El mal de la muerte; mismo tema, distinta encarnación).

Serotonina es una novela contra la abstracción del mundo y nostálgica de una cultura de los cuerpos: que huelen, fuman y aman. Houellebecq elige a un héroe que refleja las miserias de la cultura, un hombre subterráneo que lamenta la pérdida de algo que puede no haber existido, un amor puro, o quizá tan sólo una “adhesión tardía a los códigos de la especie”. Gracias a ello, recupera el terrorismo cultural de los orígenes del romanticismo, su hambre de realidad.

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Autor: Michel Houellebecq (traducción de Jaime Zulaika).


Editorial: Anagrama (2019).


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