Claudio López Lamadrid, el editor que se atrevió con América
Siempre estaba, detrás de los escritores, su fular, como una señal de que él estaba al amparo
Siempre estaba, detrás de los escritores, ese fular de Claudio López Lamadrid, como una señal de que él estaba al amparo. En España, en América. Su sonrisa era como un abrazo desde su altura, el escritor (Pamuk, Rushdie, los más jóvenes, los menos conocidos) sabía que muy cerca tenía la protección general que un editor proporciona al hombre inseguro que se guarda siempre entre los que firman mucho y los que firman menos.
Su aventura era la de un hombre exquisito, de modales educados, de sonrisa bien distribuida en su cara de hombre alto, casi inaccesible, de atento observador hasta de aquello que él mismo hacía. Era, quizá por editor, pero sobre todo por hombre cuidadoso con las formas que corresponden a quien cuida de los intereses de otros, una persona de una educación exquisita. Eso incluía, sobre todo, sabiduría literaria; ese índice de su conocimiento le permitió trabajar sin ser visto, orientando, aconsejando, y apartándose. Como gran editor que ha sido, fue responsable del cuidado del gusto de la escritura de incontables autores, y ahora esa fila es todo un catálogo. El catálogo de Claudio López Lamadrid.
Eso lo hizo, sobre todo, en América. De la estirpe de Beatriz de Moura (y de Toni, su tío inolvidable), de Carlos Barral, Isabel Polanco, Pere Sureda y Jordi Herralde, entre otros que cruzaron el charco las veces que fue necesario, Claudio López Lamadrid era un abonado afectivo a todo lo que ocurriera en América que tuviera que ver con la imaginación literaria, los autores y los libros, las ferias y las convenciones, la discusión literaria (a la que él aportaba, en público y en privado, un conocimiento que incluía la crítica contra valores falsos y otros monumentos menores de la escritura), y el arriesgado renglón de los descubrimientos.
Fue parte de esa excursión del español por todas las literaturas; fue amigo y consejero de premios Nobel y de escritores jóvenes, se reunió con sus colegas de Random House en público y en privado para celebrar el ascenso en el ranking de la calidad de muchachos que aún no se habían desayunado con la primera crítica, e hizo de la esperanza en la continuidad de esos éxitos apuestas de las que no esperó otra cosa que la alegría del escritor.
Ese entusiasmo suyo por América lo llevó a recorrer grandes distancias. Elegante, simpático, para todo el mundo tenía una distinta calidad de sonrisa. A veces traté de imaginarlo en el trabajo cotidiano, dónde dejaba el fular, dónde alojaba sus elegantes chaquetas, cómo hacía para romper su silencio educado en las mesas donde sus escritores daban opiniones o conferencias, para ser él mismo trabajando, diseñando, contratando, discutiendo, siendo un editor en ejercicio, rompiendo su brazo suave para hacerlo poderoso instrumento de sus decisiones.
Ha muerto un editor grande, las estanterías de las casas y de las librerías están llenas de sus apuestas, el corazón de los que lo vimos acompañar y orientar el éxito ajeno sentimos como un fracaso de la vida tener que decir, tan antes de tiempo, adiós a este joven admirable que se hizo mayor como si no quisiera, tan educado, hacerle desaires al tiempo.
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