Busca tu refugio
Casi toda la obra del director Hirokazu Kore-eda, tan compleja como sensible, se centra en la necesidad de formar parte de una familia
Repiten con sospechosa frecuencia los personajes de Un asunto de familia que hace mucho frío en el exterior, está helando, va a nevar. No conozco Japón, su invierno, sus condiciones meteorológicas, pero tengo claro que lo que inspira pavor a este grupo de gente, como a los desvalidos de cualquier parte del universo, es el frío que atormenta a la mente y al alma, el saberse a la intemperie psíquica, acorralado por la soledad, la ausencia de amor y de compañía gratificante, esas cositas que alimentan al ser humano, le hacen vivir o sobrevivir con dignidad. Casi toda la obra de este director llamado Hirokazu Kore-eda, tan compleja como sensible, se centra en la necesidad de formar parte de una familia, de convertir el refugio más depauperado en algo que pueda parecer un hogar, otorgarse calor mutuo, velar por el de al lado. Y si la familia biológica navega en el territorio del desastre, pues se intenta formar otra con los de distinta sangre y los eternos perdedores pueden llegar a sentirse ganadores. Aunque todo sea provisional y amenacen la tragedia y el desamparo total.
UN ASUNTO DE FAMILIA
Dirección: Hirokazu Kore-eda.
Intérpretes: Lily Franky, Sakura Ando, Mayu Matsuoka, Jyo Kairi, Miyu Sasaki.
Género: drama. Japón, 2018.
Duración: 121 minutos.
Consciente de que los guiones de este hombre siempre se retuercen y ofrecen giros y sorpresas, el de Un asunto de familia depara una revelación notable hacia la mitad de su metraje. Tranquilos, mi aversión hacia los que repiten en plan lorazo esa fatigosa modernez de que no les hagan spoiler (y eso supongo que incluye amenazas de encarcelar a la persona que describa el argumento de películas tan anónimas como Casablanca o Lo que el viento se llevó) tampoco es suficiente para que les desvele el misterio que rodea a esta familia tan extraña. La forman una anciana resabiada y filosófica, una pareja de cuarentones en posesión de mucha calle, una joven que descubre las ventajas económicas de exhibir su anatomía ante los mirones de un sex shop, y dos niños especializados en robar cosas básicas en supermercados y tiendas. No son ángeles, se buscan la vida como pueden. El recinto en el que cohabitan es minúsculo, cuesta mantenerlo y para lograr alimento cada uno aporta aquello de lo que es capaz. Se cuidan, se miman, se protegen, parecen felices de estar juntos. Su conducta pública es turbia, pero transparente el amor que se profesan.
Kore-eda vuelve a demostrar que es un retratista veraz y sutil de personajes siempre a punto de deriva a los que no juzga. Se limita a comprenderlos, a no hacer trampas con sus sentimientos, a no manipular al receptor con sensiblerías, efectismos o desenlaces convencionales que eludan la tristeza, el fracaso o la desolación. Y lo hace a su ritmo, el que necesita la historia, un estilo que los devoradores de taquillazos y del aluvión de imágenes mecánicas y vacías encontrarían dormitivo. Yo lo encuentro atractivo, me mantiene dentro de la historia, me preocupa el complicado presente y el negro futuro de unas personas que han tratado de construir un parapeto común contra la desdicha. Y no acostumbro a sentirme nada fascinado con la mayoría del cine oriental que me veo obligado a visionar. Pero reconozco el talento (el que me interesa a mí) en la cinematografía de cualquier país. Por ejemplo, en la obra del iraní Asghar Farhadi o del japonés Hirokazu Kore-eda.
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