Jaque al arte, ‘même’
‘Orsay visto por Julian Schnabel’ es la última estrategia de la museística para atraer a más públicos. La fórmula no es nueva. Desde Duchamp, los artistas han jugado con obras de sus semejantes, como en una partida de ajedrez
Hasta ahora existía la convicción de que las grandes exposiciones sólo estaban al alcance de los grandes museos y que nada ni nadie podía perturbar el justo sueño del artista. Por citar algunas, la extraordinaria sobre Miguel Ángel el pasado invierno en el Metropolitan de Nueva York (Michelangelo: Divine Draftsman and Designer), Dorothea Tanning en el Reina Sofía (hasta el 7 de enero) y Renoir père et fils. Peinture et cinéma en el Museo de Orsay (hasta el 27 de enero). Explicadas desde su enraizamiento en la tradición y sus influencias posteriores, obligan a leer la historia de otra manera, alteran nuestros gustos y amplían aún más el canon. Recientemente, el egocentrismo de unos cuantos artistas/comisarios está haciendo lo imposible por corromper nuestra pobre inocencia en las cada vez más atestadas salas de pintura de las colecciones de todo el mundo. Después de aguantar largas colas bajo la lluvia, nos venden “experiencias” dentro de una caja de cartón que, encima, se ríe: cultura Amazon, de la a a la z, siga la flecha.
Y la seguimos, por los parajes idílicos de Pont-Aven, Giverny y Arlés, en el Museo de Orsay, donde se encuentra un ser pastando con toda placidez: Julian van Schnabel (Nueva York, 1951), descendiente de Duccio, Giotto y Goya —según la distorsionada visión que el artista tiene de sí mismo— y heredero cultural de Vincent van Gogh. Hace unas cuantas semanas, llegó a la antigua estación de tren cargado con sus decrépitos cuadros saturados de pústulas de porcelana. Con su esposa, la diseñadora Louise Kugelberg, se dispuso a rebuscar en los fondos de la pinacoteca parisiense para hacer una selección de obras de Cézanne, Latour, Gauguin, Courbet, Duran, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Ribot y Monet, que debía combinar con otras 12 de su firma. De estas últimos, al menos cinco son propiedad de su galerista, el suizo Bruno Bischofberger.
La muestra no es una lectura personal de la pintura del siglo XIX francés, sino un deleznable ejercicio de autobombo
Orsay visto por Julian Schnabel no es una lectura personal de la pintura del XIX francés, sino un deleznable autobombo, que retumba ya desde sus primeras obras, Accattone y Blue Nude With Sword, de fines de los setenta (el desnudo azul es un trampantojo confeccionado con platos rotos, trencadish llamaremos a su invento pictórico, en honor al plagiado Gaudí), y sigue hasta el lienzo de 2014 Rose Painting, Near Van Gogh’s Grave, una profanación floral que cuelga junto a Les Dindons (1877), de Monet, porque… ¡los verdes combinan primorosamente!
En otra sala, mirando al Sena, el artista sitúa una escultura/panteón compuesta por dos elementos protegidos dentro de un cubo trasparente: un ataúd, en cuya tapa se lee Freud, y una cabeza en bronce de su padre, Jack Schnabel (2004). Tiene los ojos perfilados con una raya negra, como si fuera un faraón. Acababa de morir cuando el pintor le puso una mano en la cara, cerró sus ojos y hundió la otra mano en la arcilla. “Es el símbolo de la exposición. Quiero que mi padre tenga el río enfrente, que vea la eternidad y que le dé la luz en la cara”, explica. A la izquierda, un enorme lienzo reproduce, sin más, el célebre autorretrato de Antonin Artaud; y en la sala contigua, otra copia más famosa aún, la del joven Caravaggio con una cesta de frutas (Exile, 1980), protegido por unas astas de ciervo.
Que un artista cree su propio “gabinete de curiosidades” dentro de un museo no es nuevo. Alcanza al mismísimo Duchamp, pero el inventor del ready made lo hacía generosa y estratégicamente, eran jugadas de ajedrez, même. De él aprendió Warhol, quien ya en 1969 desempolvó decenas de objetos guardados en los depósitos del Museo de Rhode Island (Providence) y los mezcló con sus dibujitos de zapatos. Hace dos años, el pintor Kerry James Marshall trabajó con las colecciones del Metropolitan de Nueva York para hacer una selección de máscaras africanas y cuadros del XIX francés, que juntó con sus propias pinturas en las salas del Met Breuer. Más simpáticas son las curadurías de Maurizio Cattelan para el Yuz Museum de Shanghái, en The Artist Is Present (hasta el 16 de diciembre), y el cineasta Wes Anderson para el Kunsthistorisches Museum de Viena, con los tesoros de los Habsburgo agrupados por similitudes formales y cromáticas (La momia de una musaraña en un sarcófago y otros tesoros, hasta el 28 de abril de 2019).
Donatien Grau, director del departamento de arte contemporáneo del Museo de Orsay, explica las razones de su encargo a Schnabel: “Él pasó muchas horas en estas salas para hacer su película sobre los últimos años de la vida de Van Gogh (At Eternity’s Gate, presentada en el último Festival de Cine de Venecia), así que consideré necesario y legítimo invitarle aquí a hacer algo. El resultado es una polifonía”. De acuerdo, pero una polifonía que tiene el guion de su propia vanidad, una desgracia museística de la que solo le agradeceremos haber sacado a la luz un raro cézanne, La femme étranglée (La mujer estrangulada, 1876), que tiene el efecto narrativo de una teleserie. Ilustra el instante en que el asesino asfixia a su víctima bajo la mirada de su cómplice, rodeados del color rojo de unas cortinas, que añade una dimensión de pasión al drama.
De Cézanne es también Achille Emperaire (1868); de Courbet, L’homme à la ceinture de cuir (1846), y de Van Gogh, Portrait de l’artiste (1889), colocado en diálogo sordo con otro infame trencadish, Tina in a Matador Hat (1987). A modo de epílogo, Schnabel confronta Retrato de Tatiana Lisovskaia como Duquesa de Alna (2014) —la imagen de una dama goyesca cubierta con resinas y rasgada en yeso— y Les voleurs et l’âne (1858), de Honoré Daumier, que reproduce el momento de la fábula de La Fontaine en que dos ladrones se pelean a muerte por un burro mientras un tercero se apodera del animal. Como la vida misma.
Orsay visto por Julian Schnabel. Museo de Orsay. París. Hasta el 13 de enero de 2019.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.