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arte

Cruzar el umbral

El universo onírico y surrealista de Dorothea Tanning llega al Museo Reina Sofía con su mayor retrospectiva hasta la fecha

Una tarde de mediados de los sesenta, en un pequeño estudio en la Provenza francesa de Seillans, Dorothea Tanning (1910-2012) sacó su vieja Singer y se puso a coser, abriendo un capítulo de la historia del arte. Empezó a dar forma a una serie de esculturas blandas que confeccionaba con telas baratas que había comprado en los mercadillos del barrio de Montmartre los años que vivió en París con Max Ernst, su marido. Tenía franela, lana, polipiel, pelotas de pimpón y hasta con piezas de rompecabezas, aunque por encima de todo le encantaba el tweed. Era un material diferente, resistente, duradero, fácil de manipular. Por una parte, favorecía la construcción física del contraste entre lo rígido y lo carnoso, entre el interior y el exterior, y por otra, funcionaba bien como material “lento”: orgánico, cálido, confeccionado a mano, en colores tierra... El tweed encerraba una naturaleza detectivesca a lo Sherlock Holmes, cierto misterio que ella veneraba, y se empezaba a utilizar despojado de las connotaciones patriarcales y aristocráticas por algunos diseñadores de moda en minifaldas, pantalones para mujer y abrigos de vuelo. Era un canto al futuro y, a la vez, a lo atemporal, y se desmarcaba del plástico sintético de Yayoi Kusamay de las lanas de Sheila Hicks, dos artistas de su generación que despuntaban también en la escultura blanda y en esa tendencia que Lucy Lippard empezó a llamar fantasía funky: una práctica de mujeres artistas, en favor de la imaginería doméstica y que funcionaba como alternativa a la corriente radical de los artistas pop masculinos del momento: Warhol y compañía.

El tweed era mucho más que tweed en manos de Dorothea Tanning. Con la recuperación de la ropa antigua y los recuerdos que encerraba cada prenda, la artista lanzaba una fuerte crítica a las nuevas modas que promovía la sociedad y el mundo de la alta costura. También buscaba trascender las dos dimensiones de la pintura, con la que empezó en el mundo del arte antes de volcarse en las instalaciones y la escritura, y que esa escultura expandida forrada de tela se convirtiera en avatares de sus cuadros. Y además de todo eso, evocaba dos universos, el de la moda y el de los sentidos, por los que los surrealistas sentían devoción.

Dorothea Tanning buscó un espacio de identidades líquidas, libres de la claustrofobia del género

De sus círculos ella empezó a participar desde que empezó a despuntar en los cuarenta con varias exposiciones en la Julien Levy Gallery, la primera galería en exponer arte surrealista en Nueva York, y en Art of this Century, el espacio de Peggy Guggenheim, anterior esposa de Marx Ernst, que pronto la incluyó en una colectiva de artistas mujeres que en enero de 1943 se convirtió en un hito de la vanguardia durante la guerra. Allí estaban dos de sus primeras pinturas, ambas de 1942, Birthday y Children’s Game, obras estrella ahora en la gran exposición que le dedica el Museo Reina Sofía en coproducción con la Tate Modern de Londres, donde llegará el próximo mes de febrero. En Birthday una figura femenina abre una de las muchas puertas que aparecen en el cuadro y una de las muchas que hay en la exposición comisariada por Alyce Mahon. Podemos ver a la propia Tanning aunque la obra trasciende el género del autorretrato: la mujer es un tótem que simboliza el poder de la imaginación. También en Children’s Game hay un umbral, el de un portal que permite acceder a un curioso país de las maravillas de sueños y metamorfosis.

Tanning no escondió nunca su pasión por Lewis Carroll, por el desarreglo de los sentidos de Rimbaud, por la habitación de Virginia Wolf, por el paraguas de Lautréamont, por Ali Babá y por el tablero de ajedrez de Marcel Duchamp, que ella utilizaría para hablar de las trampasdel matrimonio, como en Endgame (1944). Aunque más tarde compartieron amistad y vida social, a Duchamp le vio por primera vez en 1937, cuando ella tenía 26 y un billete para ir de su Illinois natal a Nueva York para ver la exposición con la que Alfred H. Barr revolucionó el MoMA: Fantastic Art, Dada, Surrealism. Duchamp era allí una rueda de bicicleta sobre un taburete y otro capítulo de los libros de historia.

Con su escultura blanda buscaba trascender las dos dimensiones, convertir en avatares sus pinturas

Poco después, su pintura revelaba un carácter marcadamente surrealista que plasmó hasta en los anuncios que diseñó para los grandes almacenes Macy’s. Intercambiaba lo literario con lo cotidiano, y el objeto encontrado con la alta costura, y aunque la literatura fue siempre su fuente de inspiración, sus diseños encontraron otra dimensión en el campo del ballet y la escenografía. Mucho influyeron en su pintura de los años cincuenta, donde empezó a fragmentar las formas y las extremidades de sus femme-enfants se funden con las paredes (Sillas musicales, 1951) y se multiplican en los pliegues de la tela (Insomnios, 1957).

El papel que tuvo Dorothea Tanning en la zozobra del surrealismo se coló ya en el Reina Sofía en otra gran exposición, Surrealistas en el exilio y los inicios de la Escuela de Nueva York, en tiempos de José Guirao. Y su peso en la autorrepresentación como forma de emancipación (la desnudez del subconsciente, la subversión de lo doméstico, el cuerpo no normativo...), que tantos artistas han recogido después, Sarah Lucas entre ellos, también entró en el museo en 2013, con la exposición Formas biográficas. Pocas artistas como ella han conseguido trascender el tópico de ser un mero relevo generacional, ya que su producción transita tres siglos: entronca con el simbolismo del XIX, trastoca los cánones de la modernidad del XX, y pervive en el nuevo cambio de siglo. En su juventud, compartió cartel con otras pioneras de la vanguardia como Leonora Carrington, Frida Kahlo o Meret Oppenheim, pero no tardó en rehuir las etiquetas. A la de “mujer artista” le dio puerta en cuanto se empezó a utilizar como reclamo y la de “surrealista” sólo la aceptaba en tanto que proyecto disruptivo.

Dorothea Tanning buscó en los interiores un espacio de identidades líquidas, libres de la claustrofobia del género

Dorothea Tanning buscó un espacio de identidades líquidas, libre de la claustrofobia del género, en las ilimitadas posibilidades de los espacios interiores donde, como en el mundo de lo onírico, unas puertas se abren a nuevos espacios, “desconocidos pero cognoscibles”, decía ella. Su Chambre 202, Hôtel du Pavot (1970-1973) es uno de los momentos memorables de esta magnífica exposición, que recoge con más de 150 obras la complejidad de su universo creativo. Frente a la chimenea, un sofá tapizado y una forma femenina se funde en un apasionado abrazo de paño. Otra figura se dobla sobre una mesa y dos formas se funden en una sola, en un tweed oscuro. El número 202 de la puerta es la única pista para resolver los misterios que encierra no sólo esta obra, sino la muestra entera. Alude a una canción popular de 1919 que cuenta la historia de Kitty Kane, la mujer de un gángster que se suicidó en dicha habitación en Chicago. Dice el estribillo: “Las paredes siguen hablando / ¿Debo contarlo todo?, se preguntan, ¿o apagar la luz e irme a dormir?”. Yo todavía tengo dudas.

Dorothea Tanning. 'Detrás de la puerta, invisible, otra puerta'. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 7 de enero.

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