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Columna
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Bertolucci y San Sebastián

Incluso estando enfermo seguía empeñado en rodar una nueva película, aunque las fuerzas no le acompañaron

Bernardo Bertolucci.
Bernardo Bertolucci.Schiamarela

Tenía Bernardo Bertolucci una especial relación de amor con el Festival de San Sebastián. Acudió a él muchas veces. La primera, en 1976, para apoyar a la joven democracia española junto a otros cineastas europeos, con su deslumbrante película Novecento.

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Ya era un autor admirado tras haberse visto El conformista, El último tango en París o La estrategia de la araña. Pero luego, en el Mostra de Venecia, se puso en evidencia la animadversión que le profesaban los críticos italianos de su país que patearon con furia su bella y compleja película La luna, incluso antes de que acabara la proyección de prensa, situación que yo aproveché para abandonar la crítica de por vida (eso sí, aunque solo fue por primera vez). Conocí entonces a Bertolucci gracias especialmente a su fiel amigo Chema Prado [que fue director de la Filmoteca ESpañola]. Tenía una inteligencia clarividente y un magnífico buen humor. Fue fácil encandilarse con él y más cuando atesoró nuestro festival como algo propio, llevando a él algunas de sus películas como regalo, como la entonces inédita primera hora de El último emperador, o el estreno mundial de Asediada en 1998, su última obra maestra, entre otras películas. Nunca quiso ser jurado y no se lo perdonamos del todo ya que sí lo fue de otros festivales. No sobtante, no podemos olvidar las muchas atenciones que tuvo con el nuestro.

Cuando en la ceremonia de inauguración de 1996 él estaba dispuesto a aparecer en el escenario para presentar su película Belleza robada un grupo de manifestantes se adelantó en escena para expresar su apoyo a los presos políticos vascos. Una vez calmadas las aguas, llegó por fin el turno de Bertolucci que con tranquilidad se dirigió al público alabando al festival. “Este de San Sebastián respira cine por los cuatro costados porque acabamos de ver algo parecido al inicio de Senso, la película de Luchino Visconti en la que unos manifestantes interrumpían la representación de la ópera lanzando panfletos desde los pisos superiores”, y luego dijo que se verían muchas películas que serían como los pimientos de Padrón, que unos pican y otros no. Y así resolvió la crispación.

Estando enfermo, seguía empeñado en rodar una nueva película, aunque las fuerzas ya no le acompañaron. No sé cuándo abandonó el proyecto; le perseguían muchas historias y siempre, supongo, a través de su estilo exigente, de imágenes creativas con las que ha compuesto un mosaico de nuestro tiempo y de amor al cine. “No existe el amor, solo existen pruebas de amor”, repitió emulando a Jean Cocteau en varias de sus películas. Y así lo demostró.

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