Épicas
Lo más conmovedor del género llega cuando consigue detener el tiempo y hacernos ver una vida o parte de una vida en pocas frases
Escucho el texto de la Ilíada que recita Eduard Farelo en el teatro de la Biblioteca de Cataluña. Es la parte final. El viejo Príamo cruza los campos de batalla para ofrecerle a Aquiles su reino y sus tesoros a cambio del cuerpo de su hijo Héctor. Y el extraordinario pasaje en el que todos, soldados, animales, pastores y dioses, caen en un sueño que dura once días. El teatro de la Biblioteca, con su arena y sus arcos góticos, es un espacio ideal para la épica íntima. Épica: hazañas de héroes, “a menudo contadas oralmente”, dice el diccionario. Héroes legendarios y héroes humildes, cotidianos. Oriol Broggi, el responsable del espacio, ha dirigido muchas piezas de Wajdi Mouawad, el autor más épico, a mi entender, de la dramaturgia contemporánea, desde sus epopeyas históricas hasta la austeridad del feroz monólogo Un obús al cor.
A menudo, las voces del teatro de la banda de Broggi llegan con la fuerza sencilla y pura de los viejos contadores de leyendas. Este verano presentó en el Grec El poema de Guilgamesh, rei d’Uruk, la leyenda más antigua del mundo. Me vuelven las palabras al anochecer de Utanapishti el Lejano, en la boca del gran Lluís Soler: “No te obstines en recuperar la fuerza de tus primeros años porque la flor de la vida y el remedio contra la angustia no existen. La vida se nos escapa entre los dedos, rey de Uruk, y lo único que puedes hacer es vivirla…”.
La épica a veces está donde la encuentras, no donde la esperabas. Había gran épica en Koltès. Y venía, entre otras fuentes, de Racine. Me di cuenta, de repente, viendo Fedra, aunque debería decir “escuchando”, porque lo que más me impresionó fue que, teóricamente, el pasaje al que me refiero era el menos “teatral”: la narración del preceptor Teramenes, tan emocionante como inverosímil. Racine elige contar la muerte de Hipólito echando mano de un descomunal (y literal) deus ex machina: un monstruo marino enviado por los dioses para destrozar al príncipe del modo más imprevisto, a las puertas del final. Y funcionaba. En la voz de Lluís Homar, dirigido por Joan Ollé, el monólogo de Teramene me sonaba, escribí, como un corrido mexicano recitado por un monje budista.
Sin embargo, la épica que más me conmueve es aquella que te instala en un tiempo pretérito. O que consigue detener el tiempo y hacernos ver una vida o parte de una vida en pocas frases. Épica es la frase final de la desdichada señora Tyrone en Largo viaje del día hacia la noche, de O'Neill: “Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo”. Y si me preguntan por una muestra de épica verbal en la pantalla, me quedo, entre miles, con la última frase, proustianísima, de John Hurt, segundos antes de caer muerto de un balazo en La puerta del cielo, de Michael Cimino: “Qué curioso: el año pasado, por estas fechas, yo estaba en París”.
Babelia
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