Los poetas de Bolsonaro
Hay políticos que irrumpen para destruir los viejos valores e imponer una lógica viril, agresiva, nacionalista
Lo hemos visto ocurrir repetidas veces en los últimos años y aún no encontramos barrera que detenga el asalto. La democracia está siendo hackeada por políticos con credenciales muy poco democráticas, en ocasiones directamente fascistoides, que han aprendido a taparse la nariz y adaptarse a los procedimientos electorales: lo que ellos califican como métodos del enemigo. Ahora que los tiempos del cuartelazo han pasado en todo el mundo, incluso en América Latina, la única opción que legitima un proyecto es la victoria en las urnas. En eso ha consistido la famosa democracia radical defendida por los teóricos del populismo. Puede que integre a sectores marginados a los procesos democráticos, sí, pero también invita a los radicales, enemigos instintivos de la democracia, a poner sonrisa de cocodrilo y entrar en campaña electoral.
Lo han hecho con estrategias novedosas y efectivas que desconciertan al demócrata tradicional. En Cataluña, por ejemplo, la performance sentimental y la conquista estética del espacio público del independentismo lograron silenciar y apabullar a los no nacionalistas. Sus símbolos y rituales crearon un espejismo: hay un solo pueblo, unánime en sus decisiones y ansioso por conseguir la independencia. Eran disparos estéticos que buscaban réditos políticos. Visibilidad internacional, simpatía de la prensa extranjera, presión en los organismos europeos. Incluso el referéndum ilegal del 1 de octubre tuvo más de performance que de política. Aunque en términos jurídicos fue una mamarrachada, hizo vivir a los independentistas la ilusión de estar dando un paso decisivo hacia su meta. Aquello podía no tener efectos legales, pero sí afectivos. Conquistaba conciencias, justo lo que persigue la estetización de la política.
Como algunos poetas latinoamericanos de los años veinte y treinta, estos políticos irrumpen para destruir los viejos valores e imponer una lógica viril, agresiva, nacionalista
La estrategia de los populistas catalanes no es la misma que está a punto de llevar a Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil. También él es un nacionalista furibundo que llora oyendo el himno nacional y tiene como lema “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”. Pero el antiguo capitán no ha colonizado las calles con símbolos ni ha convertido su campaña en carnaval. Lo suyo se parece más a lo de Trump: la desinhibición total, la sinceridad radical que recubre con un halo de autenticidad y conexión con el pueblo, lo que en realidad son exabruptos e incitaciones a la violencia. Tácticas hostiles a lo que tradicionalmente entendíamos como sensibilidad democrática, pero muy efectivas hoy para conseguir votantes.
Fue Tocqueville quien advirtió que cuanto era meritorio en un escritor podía convertirse en vicio en un hombre de Estado, y vaya si dio en el clavo. La desinhibición total y la sinceridad radical son virtudes que se esperan del artista. Queremos verlo explorar los abismos del deseo y las tormentas pasionales porque en sus manos esa licencia se traduce en grandes obras de arte, desde las piezas transgresoras de Sacher-Masoch, Bataille o Balthus hasta la exploración de las pasiones más complejas que realizaron, por mencionar sólo un caso, las hermanas Brontë. El vicio surge cuando esta licencia también la hace suya el político. Nos encontramos entonces ante personajes que afianzan su liderazgo desafiando todas las convenciones y atropellando los limites tácitos del debate civilizado. Como algunos poetas latinoamericanos de los años veinte y treinta, irrumpen para destruir los viejos valores e imponer una lógica viril, agresiva, nacionalista. La diferencia, claro, es que los populistas no recurren a los experimentos poéticos. Para envilecer y dividir a la población tienen las redes sociales.
No es arbitraria la comparación entre los poetas latinoamericanos y los nuevos populistas. Después de repudiar el imperialismo anglosajón y la contaminación extranjera, el argentino Leopoldo Lugones y vanguardistas brasileños como Menotti Del Picchia, Cassiano Ricardo y Plínio Salgado fueron en busca de las esencias nacionales. Lugones encontró en Martín Fierro las cualidades de la raza argentina; los brasileños encumbraron al tupí y extirparon toda influencia extranjera de la cultura patria. También ellos quisieron ir más allá y entraron en política. El nacionalismo fue su guía, el odio al enemigo su consigna. Lugones alabó la espada e invocó a los militares para que dieran un golpe militar. Fue el primer fascista argentino, fundador de una larga tradición autoritaria que empezó con el clerofascismo de Uriburu, mutó en el populismo de Perón y desencadenó el terrorismo de la Triple A asesina. Por su parte, Salgado enfundó a sus partidarios en camisas verdes y cambió la poesía por el manifiesto político. En 1930 fundó el integralismo, la versión carioca del fascismo, con el que quiso derrocar a Getúlio Vargas y crear un país nuevo, regido por dos ideales destinados a perfeccionar al ser humano: Brasil y Dios, lo mismo que dice Bolsonaro hoy.
Vuelven los tiempos salvajes, sí, pero con una diferencia. Ni el fascista más conspicuo puede saltarse la legalidad. Desde el poder puede intentar, como hizo Perón y repiten sus discípulos, vaciar la democracia. Pero antes tiene que sortear muchos filtros institucionales. Ojalá en Brasil sean lo suficientemente fuertes para contener a Bolsonaro.
Carlos Granés, ensayista colombiano, es autor de El puño invisible (Taurus).
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