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Muere Eduardo Arroyo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Genio de la creación y de la generosidad

Eduardo Arroyo cosechó la admiración nacional e internacional que merecía su talento

Eduardo Arroyo, en su estudio de Madrid.
Eduardo Arroyo, en su estudio de Madrid.SANTI BURGOS

Dentro del variopinto elenco de artistas españoles que he tenido el privilegio de frecuentar, no hubo ninguno que se pareciese a Eduardo Arroyo. Aunque le precedía una justificada leyenda de enfant terrible, me lo presentó al comienzo de la Transición el escultor Andreu Alfaro, poco después de que Arroyo pudiese regresar a España, tras varios lustros de exilio político y cuando acababa de lanzar una exposición en la galería de Juana Mordó sin apenas eco público, ni crítico. Era una figura internacional consagrada y, como tal, la Bienal de Venecia de 1976 le había encargado gestionar una gran exposición sobre el arte español de ese delicado momento histórico. Aunque la tutela de Arroyo fue magnánima, distribuyendo responsabilidades entre algunas de las figuras más prometedoras del pensamiento artístico español de orientación progresista, el resultado de lo seleccionado en la exposición no satisfizo a todos y seguramente tampoco lo habría hecho ninguna otra opción, teniendo como telón de fondo un batiburrillo de exilios “exteriores e interiores”, por no hablar ya de las sinecuras de los partidos, entonces muy activos, aunque todavía no legalizados. Sea como sea, al que le cayó la tormenta encima fue a Arroyo, en la peor manera de la “conspiración silenciosa”.

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Si me alargo en esto es por lo que le afectó a Arroyo, deseoso de volver a casa y ser recibido al menos con respeto. Recuerdo su desconcierto e ira, dejándome esta última para siempre subyugado con la expresión “estar loco de rabia”. En cualquier caso, paulatinamente, Arroyo fue haciéndose reconocer en su esquiva patria y me precio de haber sido su fiel escudero en este empeño, en el que, como siempre, acabaría resultando victorioso. Si se tiene espíritu combativo, no se sufre demasiado en la lucha, pero si la causa la encabeza Arroyo, uno no se aburre ni un segundo. Tanto y tanto me divirtió y me aleccionó este contacto pugnaz, que me acabó inspirando un libro, Diccionario de ideas recibidas del pintor Eduardo Arroyo, editado por Partida Doble, y en segunda edición corregido y aumentado. Se juntaron en él medio centenar de palabras claves en la obra artística, literaria, biográfica y coloquial de este genial creador, a las que él añadió por cada término una viñeta. No creo que me haya producido una excitación semejante ninguno de los libros que he publicado. Tampoco que ninguna tarea me haya enseñado tanto sobre la vida, el desarrollo, las miserias y las grandezas del arte contemporáneo.

Trasladado a París a fines de los cincuenta, al comienzo de la siguiente década este entonces escritor y caricaturista se había convertido en una de las más importantes firmas de la Nueva Figuración de Francia, a la sazón, junto al pop británico, la tendencia más fértil de arte de vanguardia de Europa occidental. El radicalismo visceral de Arroyo le llevó a militar en el frente ultraizquierdista del Mayo del 68, que interpretó con la gloriosa desmesura jocunda propia de su carácter, siempre una cabeza por delante de todo. Luego, las aguas se amansaron, pero sin pérdida de ese brío personal embriagador. En estos últimos años, cosechó la admiración nacional e internacional que merecía su talento, como se acreditó en las muestras retrospectivas que se sucedieron por los principales centros artísticos europeos.

Cuando, hace un par de años, asomó su faz siniestra el peligro mortal que a todos nos asedia, Arroyo supo plantar cara a la Parca, sobreviviéndose con el mismo entusiasmo y determinación con que hacia todo. Estaba superdotado para la generosidad, que desplegó en una obra polifacética como creador plástico, escritor, dramaturgo, escenógrafo... pero, sobre todo, desbordándose en el don de la amistad. A quienes tuvimos el privilegio de gozar de ella, su muerte no solo nos deja desolados por su ausencia, sino que sentimos que algo nuestro muy hondo se muere con él. Aunque este estar arrebatado de mí mismo me compensa cuando siento que de este modo le sigo acompañando.

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