El luteranismo como carácter
En este 'Ein Deutsches Requiem' está presente una dicotomía que llega a la plástica: libertad versus canon
Un réquiem alemán
Ballett am Rhein Düsseldorf Duisburg. Coreografía: Martin Schläpfer; escenografía: Florian Etti; vestuario: Catherine Voeffray; luces: Volker Weinhart. Coro y orquesta del Teatro Real. Director musical: Marc Piollet. Teatro Real, Madrid. Hasta el 14 de octubre.
No existe dentro de la bibliografía analítica del ballet moderno una recapitulación ordenada y propia del réquiem coreográfico, toda vez que el asunto mismo se informa de un elenco notorio, repleto de nombres señeros y que comienza bastante pronto ya en los márgenes cronológicos del ballet contemporáneo. Hay claramente una línea, dentro de lo que puede llamarse el ballet neosinfonista actual (siempre a partir de partituras de gran formación orquestal no escritas expresamente para la danza), que hace del réquiem un vehículo político (Balanchine/Stravinski: 1968; MacMillan/Fauré: 1976 y Lloyd Webber, 1986; Kilian/Britten: Forgotten Land, 1981, y Eifman/Mozart: 2014), en contraposición a una postura menos comprometida y abstraccionista, subvirtiendo todo contendido a lo subliminal y específico, a la estructura y a la motivación solemne del formato y su definición.
Si en Balanchine fue la muerte de Martin Luther King, en MacMillan, los crímenes de los Jemeres Rojos; si el Kilian fue un cuadro de Edvard Munch que sugiere la soledad del exilio, en Eifman, un poema de la muy represaliada poeta Anna Ajmátova. El réquiem, en su mismidad o introspección, se hace vestir de una variable multiplicidad estética, capacidad del expresivo substancial coréutico para ir linealmente por una mística, o como es más usual hoy, hacia contenidos humanísticos seculares y no religiosos. Muchas veces, la grandeza del material musical deja en un segundo plano lo coreográfico. Paradójicamente, y al contrario de lo esperado, lo que se oye se impone con decisión a lo que se ve.
Pero nada de estas cosas parecen interesar a los coreógrafos de ahora mismo, como han hecho Sidi Larbi Cherkaoui con Fauré (2014) en Amberes, o el suizo Martin Schläpfer (Altstätten, 1959) con el Ein Deutsches Requiem, de Brahms (2010-2011), que es la pieza que se ve estos días en el escenario del Teatro Real de Madrid y que fue creada como su primera aportación de envergadura al llegar al Ballett am Rhein Düsseldorf Duisburg. Es un mal y equivocado recurso de consolación decir que Ein Deutsches Requiem no es música creyente o verticalmente religiosa, porque lo es desde la primera nota hasta la última. Otra cosa es que no es dependiente de la liturgia católica, del canon literal latino o de las imposiciones protocolarias de la Misa Exequial, y sí responde al luteranismo vigente e influyente en el bastante seco entorno del compositor; para hablar de réquiem pagano en propiedad habría que esperar a Delius (1922) o Hindemith (1946). Otras versiones coreográficas recientes del Ein Deutsches Requiem son la parcial de Tess Sinke con el Deos Contemporary Ballet en Grand Rapids, Michigan, y la de Davide Camplani (Marone, 1968) y Claudia de Serpa Soares (Lisboa, 1973), miembros históricos de Sasha Waltz & Guets, con el subtítulo de Human Requiem y visto en Berlín y en el Adelaida Festival de Australia.
En cuanto al material coreográfico de Düsseldorf, sigue muy presente en el estilo de Schläpfer las fórmulas magistrales del que fuera su guía y mentor, Heinz Spoerli, un maestro de maestros en el arte de crear grandes movimientos coreográficos a partir de grandes músicas (lo ha demostrado con Haydn, Bach y otros). No es que Schläpfer copie a Spoerli, sino que perfuma sus evoluciones con la arte poética del otro, un proceso del todo natural y consecuente. Schläpfer procede de una educación conviviente entre el rígido luteranismo materno y un padre ateo, según él mismo ha relatado alguna vez. En su Ein Deutsches Requiem está bastante presente esta dicotomía que llega a la plástica (bailarina con un pie desnudo y otro calzado con la zapatilla de ballet): libertad versus canon. Schläpfer se confía a un fraseo de repetición de figuras y de dinámica que sobresatura la escena, la desborda hacia una circularidad poco estimulante. El dibujo es marcadamente informalista, agresivo y expedito, como queriendo desprenderse de todo compromiso con la cartografía académica a la que, por inevitable, vuelve recurrentemente.
La decisión de hundir en el foso de la orquesta al coro y a los solistas ha sido (no se sabe si a resultas de carácter técnico o artístico) a todas luces equivocada, pues quita al producto empaque y presencia y ahonda la brecha de distante frialdad que envuelve el estilo del coreógrafo. El magno escenario de la Plaza de Oriente permitía la otra variante: el coro en una alta plataforma, casi de fondale. El impacto hubiera sido otro. No podemos obviar en ningún momento, ni olvidar, que esto es un espectáculo de ballet y que la música, sea la que sea, debe estar al servicio de la danza y no al revés.
La compañía de Düsseldorf oferta una plantilla de buen nivel técnico en sus bailarines, como casi todas en Europa occidental, de vocación cosmopolita, y donde hay tres españoles: Daniel Vizcayo, Virginia Sagarra y Rubén Cabaleiro, además de la hispanomexicana Cassandra Martín.
Babelia
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