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La realidad virtual se quita el chupete

Las últimas propuestas exclusivas de Oculus plasman un nuevo estadio de madurez y experimentación en este medio

Hay un defecto en nuestra especie, del que los periodistas somos evidentemente culpables de exacerbar, que en esto siglo XXI ha encontrado una contundente, pegadiza y sucinta voz inglesa para resumirlo: hype. Si no les importa, yo me voy a quedar con un término más castizo: hipérbole. Según nos dice la RAE, y dejando la figura retórica a un lado, hipérbole viene a ser lo que sigue: “Exageración de una circunstancia, relato o noticia”.

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La realidad virtual es el epítome de esta maladie que sufrimos los periodistas, que es un gaje del oficio que la experiencia va limando, pero que siempre se arrastra por la necesidad de captar la atención de usted, lector, con un titular contundente que hable de lo nuevo. Esa obsesión por vivir siempre en la taquicardia del presente genera una necesidad en los zahoríes de las historias de husmear las vías que parecen prometer grandes cambios.

La realidad virtual siempre ha sido objeto de esta persecución porque lo que promete es, en esencia, uno de los tres posibles futuros para que la humanidad de un salto evolutivo que marque un antes y un después. O bien colonizamos otros planetas, o bien nos modificamos genéticamente o bien generamos otras realidades con nosotros como deidades de la Física que deseemos inventar y experimentar. Pero claro, esta obsesión porque la realidad virtual triunfe, y yo me considero un culpable más, se choca frontalmente con el verdadero estado de la tecnología y su aceptación por un consumidor no contaminado por ese hype, por esa hipérbole.

A la realidad virtual del presente le ha pasado justo eso. Los que estamos dentro del mundo techie, o más bien culturotechie, vivimos la realidad virtual del presente como el advenimiento de una nueva era; como la plasmación definitiva de ese futuro posible donde la disyuntiva de Matrix es real. Lo que había en realidad era un armatoste, conectado por gruesos cables a otra máquina, que nos aislaba de nuestros seres queridos durante los pocos momentos de sofá que permite la sudorosa vida capitalista. Ponerse el casco versus darle a un botón y enchufar Netflix. Alea jacta est.

Pero ese alea jacta est es también una hipérbole, porque el periodismo no aprende de su error ni incluso cuando haba sobre él. La noticia pasa de “la realidad virtual es supercalifragilística” a “la realidad virtual es un desastre”. O, cogiendo otro caso de libro del ejemplo, “Pokémon Go es un fenómeno descomunal” a “Pokémon Go está muerto”, titular que se ha repetido, en este medio y en miles, y que una mera consulta rápida de los datos o un paseo por Madrid en una cacería desmentían de facto. Pero es que incluso en el fracaso el titular tiene que ser contundente. Sin ir más lejos, léanse el titular de este artículo. “La realidad virtual se saca el chupete”. Ocurrencia para que usted pinche. Y luego Dios dirá.

Este circunloquio tiene sentido (al menos, eso creo yo) para explicarles mi experiencia en la Sodoma de la tecnología, la cresa San Francisco, probando las últimas experiencias de realidad virtual exclusivas elaboradas por una de las top four empresariales del momento: la inefable Facebook y su Oculus. El caso es que, dejando las hipérboles y el marketing a un lado, lo que vi en esas tres o cuatro horas me confirmó algo que es tan inevitable y obvio como el caer de una manzana que pende precariamente de una rama. La realidad virtual está madurando. Porque (aún) hay dinero que se invierte en ella. Mucho dinero.

Dejen que les traslade, brevemente, a la superficie de un planeta desértico. Pongamos que hablamos de Marte. Estamos en el interior de un mecha, uno de esos robots que prolongan la fuerza y movimiento de nuestros cuerpos a límites, evidentemente, sobrehumanos. Ante nosotros tenemos un sinfín de botoncicos que mayoritariamente no sirven para nada —como los greebles en las pelis; aunque, según sus desarrolladores, algo harán en el futuro—; aunque hay una sirena muy graciosa que podemos tocar por divertimento. Pero lo esencial son dos palancas y un botón. La que tenemos a nuestra derecha nos permite orientarnos horizontalmente. La que tenemos a nuestra izquierda nos hace avanzar o retrocedes. Y luego hay un gran botón que, de pulsarlo, y mientras dure el combustible, nos dispara a las anaranjadas nubes.

Arte conceptual del videojuego de realidad virtual 'Space junkies'.
Arte conceptual del videojuego de realidad virtual 'Space junkies'.

No estamos solos en este Marte. Tenemos aliados y enemigos. Todos ellos controlados por otro ser humano oculto tras uno de estos visores virtuales, con los controladores que permiten emular con precisión el movimiento natural de las manos bien agarrados. La idea es bien simple. Moverse grácilmente, como ballenas mecánicas, por estos escenarios de portada de novela de a duro y demostrar que somos ballenas con dientes; tiburones. Hay armamento en estos mechas. Láser, misiles guiados y un railgun, que básicamente es un arma de proyectiles de gran velocidad y precisión pensadas para abatir en el aire a un mecha saltarín enemigo.

El juego se llama Vox Machina E y es una demostración de una tendencia que subrayaron los popes de Facebook asistentes al evento: Nate Mitchell, mandamás de Rift en Oculus, y Steve Arnold, jefe de Oculus Studios. “Muchos de los juegos que veis hoy son multijugador, porque uno de los mayores momentos mágicos que ofrece la realidad virtual, y esto lo hemos visto desde sus inicios, es cuando te encuentras allí, en ese otro mundo junto con otra persona”. Rotundamente cierto. Rotundamente cierto también que, hasta ahora, esta experiencia es casi una quimera para cualquier jugador de realidad virtual que viva… En España, por ejemplo.

Evidentemente, se puede jugar online en multijugador en realidad virtual desde España. Evidentemente que puedes escuchar a tus amigos mientras, por ejemplo, machacas los mechas de unos franceses sobre la superficie del planeta rojo. Pero si la persona no está a tu lado, por absurdo que suene cuando ambos portáis un casco que os impide veros, la sensación de presencia y comunidad, esa vertiente gremial que tal bien le funcionó al cine, es mucho menor.

Puede haber solución para esto. China —país, por cierto, en el que aún no está desplegado Oculus, a ciencia cierta por lo difícil que es conseguir el beneplácito de las autoridades para operar en dicho El Dorado para lo techielidera la escena mundial de consumo de realidad virtual. Se han generalizado el concepto de cibercafé virtual, lugares sociales donde la gente se reúne para jugar a este nuevo medio en compañía. Se están reviviendo, en cierto modo, la primera y segunda etapas del videojuego en su vertiente más social: los salones recreativos y las cibercovas.

Póster del videojuego de realidad virtual y estrategia en tiempo real 'Final assault'.
Póster del videojuego de realidad virtual y estrategia en tiempo real 'Final assault'.

“Sinceramente creo que van a crecer tremendamente, incluso fuera de China. Que la VR vaya en esa dirección creo que realmente no es sorprendente. Es verdad que culturalmente en China y en otros países asiáticos los videojuegos son más sociales y se juegan más en cibercafés. En Europa, como tenemos una gran experiencia desde nuestro sofá, triunfan menos. Pero creo que con el increíble trabajo que están haciendo compañías como The Void, este tipo de experiencia, casi familiar, similar al cine, va a llegar a todas partes”, aseveró Arnold a este periódico. Afirmó también que, consecuentemente, hay una oportunidad para que el éxito de los salones recreativos, el primero que tuvo una escala mundial en el mundillo del videojuego, viva una segunda juventud virtual.

El marketing hiperbólico, por supuesto, estaba presente en cada palabra de Mitchell. Su discurso estuvo siempre en el miremos el lado bueno, obviando los numerosos reportajes, hiperbólicos también, que dicen que el bebé virtual ha muerto ya antes de nacer. “Los juegos que vais a probar representan una buena parte de nuestro mejor contenido para 2019 y personalmente puedo decir que son los mejores juegos que jamás hayamos visto.” Redoble de tambores. Pero, desbrozando la paja, lo cierto es que se notaba una diferencia abismal en la ambición y ejecución de los títulos que aquí podían probarse con las experiencias balbuceantes de la primera hornada, que impresionaban porque no había marco de comparación posible.

La gran conquista de estos nuevos títulos, y esto es válido para el juego de mechas del que les hablaba, para el Space Junkies de Ubisoft o el Defector de Twisted Pixel, y sobre todo para el más impresionante de la manada, el Stormlands de Insomniac Games —en estado de gracia, como constatamos en su amazing Spider-Man—, es que los diseñadores de videojuegos virtuales se atreven ya con un salto cualitativo en lo que más importa: el movimiento. O, dicho de otra manera, la interacción.

En videojuegos hemos vivido atrapados por una metáfora de la simplificación del movimiento. Nadie me lo explicó mejor que ese brillante veintiañero iraní, el diseñador Mahdi Bahrami, en una conversación que aún tengo pendiente de publicación, que fue en todo punto fascinante, y de la que me permito exhumar una cita del susodicho: “Simplificamos cosas tan bellas y complejas como el movimiento del cuerpo humano hasta el absurdo. Pulso un botón y salto. Pero, ¿nos paramos a pensar en la inmensa complejidad biológica que hay tras ese salto”. Pues claro que no. Pulsando A, Super Mario salta. Fin.

En estos juegos, sin embargo… Pues las acciones reales se trasladan de manera real. Es verdad que aún tenemos unas palanquitas como intermediarios, pero qué inmensa diferencia es navegar por un menú con un ratón y un teclado para desplegar un tanque o un jeep en un juego de guerra que trasladar su miniatura mágicamente de una tableta al escenario de la batalla.

Póster del videojuego de realidad virtual 'Defector'.
Póster del videojuego de realidad virtual 'Defector'.

Eso hice unos cuántas cientos de veces en Final assault, un RTS de los de toda la vida (en realidad, bastante simple), que se convertía en una experiencia arrolladora por esos pequeños detalles que marcan un abismo entre jugar así y jugar con un joystick. Por no hablar del placer que da seguir el vuelo de los cazas mirándolos directamente desde cualquier ángulo mientras danzan su letal batalla en el cielo. Otra perla, escalar mi primera pared vertical en Stormlands, moviendo mis brazos como los movería en una escalada real; o activar la visión aumentada de mi avatar robótico simplemente llevándome los dedos a la sien, como si realmente hubiera un pulsador allí. Pero de Stormlands ya hablo largo y tendido con su director en esta otra pieza.

Aún temiendo, pues temer es de sabios, el caer en otra nueva hipérbole, lo que he visto de los nuevos títulos de Oculus promete. Promete una madurez que solo se puede ver truncada si el flujo de dinero del titán digital se corta; porque, no hay que engañarse, aquí no hay industria; solo protoindustria.

A pesar de la tremenda opacidad de los datos en el videojuego, y con todas las reticencias que siempre me generan los estudios de mercado, hablamos de un ecosistema que en 2007 no fue capaz ni de llegar a los 1.000 millones de dólares de beneficio. No solo es que no fuera capaz, sino que se quedó lejísimos: apenas 554 millones, según Superdata. Para que se hagan una idea, eso es doscientas veces menos de lo que hace la industria del videojuego en su conjunto. Hablando en plata, de coña.

Por eso el interés inicial de los grandes estudios —y ya hay unos cuántos metidos en el ajo, con diversos grados de intensidad; léase: Ubisoft, Insomniac Games, From Software, Activision o Dice—solo se mantendrá si los proveedores del hardware —Sony, Facebook y Valve— siguen pagando la fiesta. Pero si la fiesta se paga unos cinco años más… Pues, casi seguro, ya no solo le hemos quitado el chupete a lo virtual, sino que tendremos que soportar sus primeras egolatrías de adolescente chulito e incomprendido.

El abanico de lo visto en San Francisco por la empresa que más inversión le está metiendo al tema, constata una mejora tangible en los títulos top. Con el evidente aliciente de que la experiencia virtual, y esto es casi universal, porque le pasó hasta a una tecnófoba como mi madre, es, sencillamente, incomparable con ningún otro medio de entretenimiento. A la vez, la compañía ha anunciado otro nuevo visor sin cables que pinta francamente bien, a un precio bastante asequible (399 dólares; al cambio, 343 euros). Así que toca esperar. Pero, dejando a un lado las hipérboles y taquicardias, este muerto parece aún muy vivo. Igual hay que pensar en jubilar la pala.

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