Saberes en llamas
El Museo de Río era un centro de investigación internacional, público, luchando contra los presupuestos escasos
De poco sirven los seguros cuando el fuego entra por la puerta: tras las llamas llega el agua y lo que no destrozan las unas lo destruye la otra. El fuego es, además, rápido e implacable, de manera que el pasado 2 de septiembre su tránsito por las salas del Museo Nacional de Río fue eficaz y resuelto, borrando dos siglos de historia no sólo de Brasil, sino del mundo. Las llamas entraban insidiosas por las puertas del recinto, uno de los más extraordinarios jamás visitados, y recorrían los espacios sin detenerse a degustar la deslumbrante heterogeneidad de las piezas ni reparar en lo extraordinario de lo expuesto. Cada pieza se rendía bajo el calor: de lo sólido a lo fragilísimo, desde el meteorito hasta la delicada columna transparente de mariposas que parecían mantenerse aún en el vuelo, algunas de ellas especímenes desaparecidos. Nunca la expresión “valor incalculable” adquiría más sentido que aquí: lo conservado era literalmente irremplazable. De los saberes universales que había acumulado este museo durante dos siglos —los acababa de celebrar en junio— quedaba apenas un 10%. Su fabulosa colección entomológica, los sarcófagos egipcios que llegaban en las expediciones del último emperador de Brasil, Pedro II; piezas etruscas y frescos pompeyanos aportados por su mujer, napolitana; la momia de Atacama; el dinosaurio; o Luzia, el esqueleto humano más antiguo de Brasil, además de miles de documentos sobre la historia del país, habían desaparecido como el último fortín de la curiosidad del XIX.
El fuego había jugado una mala pasada, quizás porque las cosas que nunca ocurren a veces pasan. Y, de pronto, frente al museo mismo convertido en esqueleto, volvían a la memoria las reflexiones de Freud en La transitoriedad, escrito en plena guerra, en 1916. Pese a su afición hacia la arqueología, Freud se resistía a admitir la desaparición de lo excepcional: “¡No, es imposible que todas esas excelencias de la naturaleza y del arte, el mundo de nuestras sensaciones y el mundo exterior, estén destinados a perderse realmente en la nada!”. Para consolarse concluía que la transitoriedad de lo bello no conlleva su desvalorización, al contrario.
El Museo de Río era un centro de investigación internacional, público, luchando contra los presupuestos escasos
En cualquier caso, el fuego entraba esa maldita tarde en el Museo Nacional y recorría los pasillos deprisa, remedo macabro de la carrera por el Louvre en Banda aparte, de Jean-Luc Godard, en la cual los protagonistas (re)corren el museo parisiense en una performance humorística que reproduce las aventuras de un supuesto turista que visitó el museo en menos de 10 minutos. Pese a todo, este bello museo no era un museo para turistas. Era un lugar muy querido para los brasileños, era Brasil; era un centro de investigación internacional administrado por la Universidad Federal de Río, una institución pública y, como buena parte de las universidades públicas, luchando siempre contra los presupuestos escasos.
No es la única universidad pública en Brasil que tiene una colección apabullante. La Universidad de São Paulo, una de las más sólidas del país, es la gestora del Museo de Arte Moderno de la ciudad, en cuyas salas —ahora instaladas de forma impecable— cuelgan los grandes vanguardistas —Modigliani, Picasso, Miró, Calder, Kandinsky, Tarsila do Amaral, Anita Malfatti…—, procedentes de las colecciones de Yolanda Penteado y Ciccillo Matarazzo. Cualquier universidad pública del mundo desearía tener una colección tan excepcional y tan bien instalada como ésta, pero tras la reciente tragedia del Museo de Río es imposible no pensar en los muchos museos universitarios del mundo que, aunque tal vez sin la contundencia del Museo de Río, guardan obras irremplazables que no siempre están tan bien conservadas como merecen, apremiadas las instituciones por otras necesidades del día a día.
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