De la resistencia como una de las Bellas Artes
La Bienal de São Paulo arranca poniendo en duda el modelo del comisario estrella y traslada esa labor a los propios artistas y sus afinidades electivas
La mañana de la rueda de la Bienal de São Paulo, el cielo amanecía muy oscuro: el telediario anunciaba lluvia. Luego, en la presentación oficial, las autoridades de la Fundación Bienal verbalizaban ese otro nubarrón que desde el lunes andaba rondando al país entero: el Museo Nacional de Río había sido arrasado por las llamas. Para todos en Brasil era una muerte anunciada. Los responsables habían pedido ayuda al Gobierno para proteger la preciosa colección, pero el presupuesto menguaba cada año —el telediario decía que el dinero había ido al estadio de Maracaná—. Los saberes universales que el Museo Nacional custodiaba habían desaparecido como el último reducto de la curiosidad decimonónica.
Con la voz literalmente quebrada, el representante de la Fundación Bienal hablaba incluso de luto y derrota a causa de unos políticos que no entendían que conservar es tan importante como innovar. Por eso inaugurar la Bienal era un acto de resistencia, decía. Luchar por mantener la Bienal en pie desde su primera edición en 1951 era un acto de resistencia. No hacía tanto, en 2008, la institución había tenido serias dificultades económicas, y en la 28ª Bienal el comisario, Ivo Mesquita, se enfrentaba con un presupuesto diezmado. Salía victorioso con su “bienal del vacío”, al proponer una reflexión sobre el concepto mismo de bienal y descubrir el legendario archivo al público.
Brasil está de luto a causa de políticos que no entienden que conservar es tan importante como innovar
Quizás en este mundo globalizado donde la noticia se consume rápido como el Museo Nacional, la única forma de acercarse a una bienal —como comisario o hasta visitante— es tomando la resistencia como una de las bellas artes. Debe ser así incluso en la Bienal de São Paulo, con una idiosincrasia muy diferente de la de Venecia. Venecia es un reducto de expertos y turistas. São Paulo, un acontecimiento integrado en la ciudad, visitado por los niños: para muchos, una oportunidad única de disfrutar el arte, como lo fue en los cincuenta, cuando llegó el Guernica. Si los visitantes de la Bienal rondan el millón —una cifra nada desdeñable para una ciudad sin turismo masivo—, de ellos 200.000 son niños que usan la Bienal como lugar de aprendizaje. Es la gente corriente que defendía la arquitecta y museógrafa Lina Bo Bardi; la que busca el comisario de esta edición, Gabriel Pérez-Barreiro, quien ha decidido llevar un paso más allá la sorpresa drástica de Mesquita y el desafío a las narrativas canónicas de Pérez-Oramas, quien en la 30ª Bienal devolvía a la obra su capacidad de crear placer.
Pérez-Barreiro ha querido cuestionar el modelo de bienal asociada a un comisario —o equipo de comisarios— todopoderoso. Y como las exposiciones colectivas, le plantean dudas: como piensa —siguiendo a Mário Pedrosa— que, en caso de crisis, mejor ponerse del lado de los artistas; como tiene claro el potencial educativo de la Bienal y quiere devolver al edificio una escala humana, ha apostado por un acto de resistencia que deja vía libre a las afinidades afectivas —así se llama esta edición—. Ha elegido solo a 12 de los participantes para que hagan proyectos individuales —Aníbal López, Lucia Nogueira, Tamar Guimarães o Feliciano Centurión— y ha invitado a siete artistas más para que se conviertan en artistas-comisarios.
No ha habido directrices, ni normas, ni instrucciones. Los artistas no se han visto siquiera hasta la inauguración, ni se han reunidos para ver lo que cada uno tenía en mente, de modo que algunos nombres de los invitados se repiten en varios de los espacios por puro azar o, más bien, por las mencionadas afinidades afectivas. No va a haber catálogo, sino libros de artista, y cada uno tiene su propio espacio, que gestiona de manera muy distinta. Solo ha habido una condición: además de elegir a los participantes en cada una de sus exposiciones, era imprescindible que expusieran obra suya.
En esta heterogeneidad invocada, el enorme edificio de Niemeyer a ratos aturde —ocurre con el laberinto de la joven artista-comisaria brasileña Sofía Borges, cuyo espacio recuerda a veces a la fabulosa escenografía del Museum of Jurassic Technology de Los Ángeles (que no tiene nada que ver con lo tecnológico, por cierto)—. Luego, de pronto, es pura línea, color —maravilloso control poético del suelo al cielo de Alejandro Corujeira, el artista argentino afincado en Madrid y uno de los proyectos individuales más precisos—. El resultado final es, claro, profundamente ecléctico, heteróclito más que plural, en el fondo como lo son todas las exposiciones colectivas, solo que aquí no se tiene que disimular. La resistencia de esta edición no es, pues, haber roto las reglas del juego al convertir a los artistas en comisarios, sino haberlos invitado a pensar en otros artistas sin dejar de ser artistas ellos mismos. De este modo el visitante se encuentra con siete pequeños museos —más bien siete inesperados manuales de historia del arte— que permiten entrometerse en los afectos de los artistas y obligan a tomar partido desde los afectos también.
En esta edición no ha habido directrices ni normas. No habrá catálogo sino libros de artista
A cada artista-comisario le interesa una cosa. A Alejandro Cesarco, que se acompaña por Lawler o un warhol de Sturtevant, la diversidad y las apropiaciones. Claudia Fontes piensa en las traducciones y el poder a través del poeta Haroldo de Campos y ejecuta su obra maravillosa, que remeda fragmentos arqueológicos. Waltercio Caldas dialoga con Oteiza, Reverón, Gego o Tunga, también invitado a la exposición de Sofía Borges con un significado completamente distinto. Wura-Natasha Ogunji parte del espacio del edifico y del cuerpo, acompañada de Ruby Onyinyechi Amanze, entre otros.
Pero quizá los dos espacios más potentes —al menos para mi afinidad afectiva— son los que han creado la sueca Mamma Andersson y el madrileño Antonio Ballester Moreno. La primera ha rendido homenaje a sus artistas fetiche, la compañía de su vida: desde iconos rusos hasta los olvidados, los outsiders, los que nunca hubieran llegado a una bienal si no hubiera sido de la mano de una artista o un curador creativo, como fue el caso de Pérez-Oramas y sus fuera de la ley. Henry Darger, pintores suecos del siglo XIX para muchos desconocidos y hasta locos como Ernst Josephson o Carl Fredrik Hill, o mitos como el fotógrafo voyeur Miroslav Tický y el cineasta ruso Ladislas Starewitch configuran este universo insospechado.
Dos plantas más abajo, Antonio Ballester Moreno resume tantas poderosas resistencias al mezclar unas piezas exquisitas de la Escuela de Vallecas —de Palencia y Alberto Sanchéz— con la enciclopedia botánica de Mark Dion, que un equipo va dibujando en sus excursiones por el parque que rodea la Bienal. Las esculturas de su abuelo —escultor amateur— dialogan en la distancia con una instalación de setas de barro, una de sus propias obras, que, siguiendo el juego de lo amateur y de la participación, es un trabajo colectivo con los niños de una escuela. Las líneas narrativas no acaban aquí. La educación de los más pequeños aparece representada por una colección extraordinaria de los objetos usados en la escuela primaria por Friedrich Fröbel, amigo de Goethe, y las líneas de los manuales corren a través del espacio y el tiempo y, en otro juego de afinidades afectivas, nos llevan de pronto en la memoria hacia una de las más ilustres visitantes de la Bienal: Sophie Taeuber-Arp, invitada a mitad de los años cincuenta. Taeuber-Arp, olvidada, educadora, en la resistencia, se aparece en la tensión entre fondo y figura de los paneles de Antonio Ballester Moreno y regresa ausente hasta el edifico legendario.
Habrá polémica, siempre la hay en las bienales, se haga lo que se haga. Pero volver a hablar de los afectos en la era del documento mal entendido me parece una forma de resistencia y hasta un bello y azaroso homenaje a ese museo devorado por las llamas que todos lloramos un día nublado en que se presentó a la prensa la 33ª Bienal de São Paulo.
33ª Bienal de São Paulo. Afinidades electivas. Pavilhão Ciccillo Matarazzo, Parque de Ibirapuera. Hasta el 9 de diciembre.
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