Más Mr. Bean que Ethan Hawke
¿Qué pasa si viajas por Europa en trenes de bajo coste cuando ya no tienes edad? Un redactor lo ha comprobado
Ando por la mitad de los cuarenta. Jamás he hecho un Erasmus y tampoco un Interrail. Aunque en lo que llamábamos “los jueves de semiótica” en la Universidad, que no consistían más que en saltarse la clase de semiótica y bajar a los cines Verdi de Barcelona y pasar la tarde visionando una de cine indie de aquellos tan difícilmente revisables hoy años noventa, vi en cierta ocasión Antes del amanecer. En la mítica —y diría que hasta generacional— cinta de Linklater, Ethan Hawke y Julie Delpy se conocen en un tren que llega a Viena. La francesa y el americano. El asunto es que se caen bien hasta el punto de enamorarse, pasan la noche juntos por las calles de Viena y, al día siguiente, se deben separar. Tecleo esto y casi se me cae la lagrimilla. En fin, que ver esa película es lo más cerca que he estado de hacer un Interrail (el personaje de Hawke lo está haciendo, se deduce en la película).
¿Y este imbécil quién es y por qué nos cuenta todo esto?, pensarán ustedes con razón. Miren, yo trabajo en una revista de moda masculina y estilo de vida que se llama Icon y que sale cada mes con este diario. Está muy bien. En estas revistas hay gente que sufre luxoticia (me acabo de inventar la palabra, pero sirve para lo que ahora procedo a definir, lo juro), que es una enfermedad muy común entre la prensa de estilo de vida que un sabio resumió así: “Hay que comer muchas ostras para poner un plato de lentejas sobre la mesa”. No se rían, hay casos de personas que tras estar una semana a todo trapo en la presentación de un coche o un cepillo de dientes en Dubái o Isla Mauricio han llegado a su micropiso de Vallecas y han llorado desconsolados al descubrir que ese interruptor solo enciende y apaga la luz, no viene ningún mayordomo cuando lo presionas. Bien, pues pensando que yo soy un poco así (error) y considerando, sobre todo, que ya no tengo edad para hacer Interrail (acierto), me llamaron y me propusieron que lo hiciera. Me negué. Luego dije que sí. Luego me volví a negar. No vayan nunca a Ikea conmigo. En fin, que lo estoy haciendo. Mi idea es acabar en Viena, por romanticismo, reivindicación generacional y, yo qué sé, porque he estado solo una vez en Viena en un viaje de estos de estilo de vida. Creo que cené venado.
“¿Pero no estás muy mayor para hacer eso?”. Un amiga que acaba de cumplir 30 años —nota mental: “deja de relacionarte con jóvenes”— me escribe cuando se entera. Le respondo airado. “No, me refería a que creía que había que tener menos de 25 años para hacerlo”, aclara. “Pero si quieres hacer como Ethan debes pasar antes por Budapest y Praga”, me escribe la persona con la que fui a ver la película. Le respondo que si hago eso reviento el presupuesto y mi espalda. “Pues vaya mierda de recreación”, concluye. Le recuerdo que soy un periodista de gama media-baja, no un turista norteamericano, y que las posibilidades de que en el tren a Viena —llegue desde Praga o desde Tirana— me tope con una bella francesa que se enamore de mí son igual a 0,5. Doy medio punto porque soy agnóstico, no ateo.
Una tarde, tras navegar media hora por la web de Interrail y no entender nada, bajo a la estación de Atocha a hacer las cosas como se han hecho toda la vida: no entendiendo nada, pero no frente a una pantalla, sino frente a una persona; el contacto humano. Solo hay una ventanilla que tenga la máquina que imprime interrails. “¿Pero el Interrail es para usted?”. Me puede tutear. “Digo que si es para usted…”, insiste. Confirmo. “¿Y dónde quiere ir?”. Bueno, hay una película en que sale Ethan... “A ver, que me diga dónde quiere acabar para ver qué modalidad le conviene más”.
Compro el billete y el señor muy amablemente se ofrece a reservarme los dos primeros tramos. De Madrid a Barcelona y, desde allí, a Lyon. “36 euros”, me dice. Pero si acabo de cascar 300 por el billete. En cinco minutos me he dejado más de la mitad del presupuesto y aún no he comido. Ni he reservado un mísero albergue. “Te traigo fuet de Barcelona”, me informa un colega. “Con esto comes en Lyon como un rey”, me dice no sé si irónico o empático, pero ahora mismo me la trae al pairo, estoy desesperado y aún no he salido. Cojo el fuet. Al cabo de media hora no queda nada. Nos lo hemos comido en la redacción. “Mortadela, la solución es la mortadela”. Estoy departiendo en una terraza de Lavapiés con una amiga, vecina y especialista en viajes de presupuesto limitado.
“Compras pan, embutido de gama baja en un súper y te vas a un parque. No te olvides la navaja y nada de taxis”. Más tarde, alrededor de unas cervezas, alguien —frente a su hija de 19 añazos— recuerda todos los interrailes que hizo en los noventa. La verdad es que suenan a fascinantes aventuras… si tienes 25 años. Mañana cojo el primer tren. Olvídense de Antes del amanecer. ¿Les gusta Mr. Bean? Pues acompáñenme.
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