Muertos de amor por León
La protagonista, que hoy tiene una plaza con su nombre en la ciudad, cuenta sus aventuras en la sede de la monarquía norteña, devenida viejo poblachón
El relato de la Pícara Justina, del que los leoneses están orgullosos sin haberlo leído casi ninguno (yo mismo hasta hace muy poco) pese a que es una burla del autor a los lugareños y a León, ciudad que, según los estudiosos de la obra, debió de conocer el escritor con ocasión de un viaje que hizo acompañando al rey Felipe III desde Valladolid, donde estaba la corte entonces, narra la chanza que su alter ego, la pícara mansillesa, hace a la capital de un reino que, como Mansilla hoy, había entrado en decadencia tras su época de esplendor medieval. En los albores del siglo XVII, la vieja sede de la monarquía norteña había venido a dar en un poblachón viejo como la pícara se encargará de contar junto con otras aventuras.
En realidad, el motivo por el que la pícara Justina viaja a León no es tanto conocer la capital como acudir a una romería próxima, la de la Virgen del Camino, que celebraba sus fiestas de agosto, así como huir de sus hermanos varones, que habían llegado a Mansilla “rompidos de vestido y de vergüenza” al olor de la herencia de los padres, muertos los dos de manera cómica: el padre de un golpe en la cabeza con un celemín de grano y la madre atragantada con una longaniza. Hospedada en un mesón de Santa Ana, el barrio que por entonces servía de entrada a la ciudad (hoy queda ya dentro), por lo que abundaban en él las posadas, los mesones y las casas de placer (Justina nos describe “unas mezquitas o casas de calabacero, donde estaban asomadas unas mujeres relamiditas, alegritas y raiditas”), se dedica a conocer la ciudad de la que le contaban en su mesón mansillés maravillas los leoneses que se alojaban en él. “No he visto hombres más moridos de amores por su pueblo, paréceles a los leoneses que alabar a otros pueblos, y no a León, es delito contra la Corona Real”, dice la pícara antes de apostillar, al ver que el rollo de Santa Ana (la picota de ajusticiamiento) compartía vecindad con las prostitutas, que sin duda era “por tener en un mismo cartapacio culpa y pena”.
Del barrio de Santa Ana, donde vivían los curtidores y tejedores y otros profesionales de la miseria y en el que siglos después nacería el anarquista Durruti (en una casa con soportales que el Ayuntamiento derribó para hacer un jardín absurdo, como, por otra parte, sucedería con todas las casas tradicionales de alrededor; hoy la pícara no reconocería el barrio salvo por la iglesia), se encaminó hacia el centro de la ciudad cruzando sus cercas —las murallas de cantos de río que aún se conservan en gran parte hoy— y el mercado que se celebraba en la calle que unía el arrabal de extramuros con la ciudad (aún tendrían que pasar algunos años para que se edificara la Plaza Mayor, donde aquel tiene lugar actualmente). “Lo que yo sudé en ir por la calle de Santa Cruz, plaza y calle Nueva, a la Iglesia Mayor, no fue poco, porque el calor era mucho (…) Quizás, como los leoneses tenían tan publicadas sus fiestas, debió venir a verlas el calor de Extremadura”, dice Justina con guasa, que antes había asegurado que “León es yelo”.
Gorriones en sementera
Para la catedral o Iglesia Mayor, como ella la nombra, al contrario que para otros edificios nobles de la ciudad, de los que también se burla aun reconociendo en algunos su arquitectura y riquezas por hacerlo a la vez de los leoneses (del convento de San Marcos, actual Parador de Turismo, dice, por ejemplo, que “tiene un buen medio claustro y una escala de Jacob que se hizo aposta para enseñar a trepar”, y de la basílica de san Isidoro, la llamada Capilla Sixtina del románico español, donde está el panteón de los monarcas leoneses, que “están muchos reyes juntos sin baraja”), no tiene más que palabras de encomio. Tras refrescarse en la fuente de la plaza de Regla —hoy trasladada a otro lugar—, en la que había unas cuantas mozas de cántaro que a Justina le parecieron “gorriones en sementera, según chillaban”, entró en la catedral, que le pareció por fuera “bien galana, tanto que pensé que era el carro del día del Corpus” y por dentro “una taza de vidrio, que se puede beber por ella”.
Coincidió que era el día de las Cantaderas, fiesta que rememora el tributo de las cien doncellas que, al decir de la tradición, los reyes leoneses hubieron de pagar durante algún tiempo al emir de Córdoba para que les permitiera vivir en paz, por lo que pudo verla en directo y contarla: “Tenían las cantaderas dieciocho o veinte años (…) y diz que todas vírgenes (…) Llevaban por guía delante de sí una que llaman las Sotadera, la cosa más vieja y mala que vi en toda mi vida”. El baile de las Cantaderas —“con atambores (…), yo pensé que las llevaban a la guerra”— se celebraba en el claustro de la catedral, pero a la mansillesa le dio tiempo a maliciar, al ver que había tantos canónigos como asientos para ellos en el coro, que, cuando prebendados y cantaderas cantan en él, éstas se sentarán en sus piernas.
La visita de la pícara Justina a León prosigue por lo que era la ciudad entonces, por lo que no pudo ver el lugar en el que está la plaza que lleva su nombre, en el primer ensanche a extramuros de aquella, y que es la única memoria que de su paso ha quedado en la ciudad, aparte de su historia, tan desconocida por los leoneses. Pese a las muchas ediciones que del libro han hecho las instituciones locales, este sigue siendo un perfecto misterio para casi todos, como lo corrobora en la plaza, llena de jubilados sentados en torno al quiosco y jóvenes que allí se citan, Begoña, profesora de Lengua y Literatura que afirma que pocos han leído el libro y que ni en los institutos ni en la Universidad de León se enseña. No es de extrañar a tenor de las palabras con las que Justina rubricó su despedida de la ciudad al irse: “Me parecieron bien las salidas, que las tiene León muy buenas (…) Entiéndese si las salidas son para no tornar jamás, como yo he hecho”.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.