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Muere Vicente Verdú, poeta, periodista, pintor, un renacentista moderno

En todas sus facetas siempre dio muestras radicales de su compromiso con la modernidad

Vicente Verdú.Vídeo: RICARDO GUTIÉRREZ | EPV
Juan Cruz

Murió Vicente Verdú este martes en Madrid, donde vivía. Nació en Elche, tenía 75 años. Era poeta, periodista, pintor, un renacentista moderno que desde el Mediterráneo se trajo a la meseta un modo insólito de interpretar la realidad, mezclando los sabores de su tierra con el conocimiento exhaustivo de los colores del mundo.

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Era, por decirlo así, un escritor en tecnicolores, y así fue desembocando, desde la escritura periodística, que desarrolló en Cuadernos para el Diálogo y en EL PAÍS, sucesivamente, a la pintura. En ambas facetas siempre dio muestras radicales de su compromiso con la modernidad, en los cuadros y en los artículos o en los libros.

Verdú nunca renunció al amor a la vida que se transparenta en su pintura, o que se vislumbra en los temas que trajo a EL PAÍS, cuando en este periódico dirigió páginas de opinión, cultura y pensamiento, y abrió el diario a asuntos que estarían también en su escritura y en su impaciente manera de interpretar la realidad del alma.

Entre esos suplementos especiales en los que mantuvo su impronta personal se pueden recordar los dedicados al alma, al futuro o a la velocidad. Pionero en el arte de comunicar lo que venía de fuera, hizo que EL PAÍS se abriera con él a asuntos insólitos que tiñeron el periódico de la Marca Verdú hasta el último suspiro, pues aún enfermo, de una larga enfermedad que arrostró con una enorme entereza, mantuvo sin falla sus artículos en las páginas de Cultura.

Era una figura insólita en el universo del periodismo, y por eso superó sus fronteras, hasta desembocar en la pintura. Viajó por todo el mundo, por Estados Unidos, por China, y de ambos lugares inabarcables trajo bagaje suficiente para escribir enciclopedias, pero fue capaz, gracias a su poder de síntesis aprendida en la poesía y en este oficio, de dar a la estampa dos ensayos que marcaron época y explicaron cómo se puede contar y a la vez ofrecer la vida y los paisajes como si los estuviera pintando. Esos dos libros mayores, y breves, fueron El planeta americano (Premio Anagrama, 1997) y China superstar (Anagrama, 1998).

Esa era la superficie de un insondable conocimiento como intérprete de la realidad. Pero en todo lo que cultivó la poesía era el iceberg oculto. Si usted no hace regalos le asesinarán (1971) fue, en los últimos tiempos de su vida, lugar de su reencuentro con aquel joven que hizo de la ironía, y de la autocrítica, el personaje que llegó a ser, lleno de melancolía activa, enamorado de las personas y de las cosas, y también de los colores, que pasaron a formar parte de su propia escritura, no sólo de su pintura. En ésta, que abordó con un entusiasmo juvenil que le duró hasta ayer, mostró Verdú la conjunción de su modo de verlo todo: como un regalo que la naturaleza le hace al arte. Él derramó ese saber mirar también como un modo impar de la amistad.

Era un reportero ilustre, un entrevistador exigente, un novelista que hurgaba en el alma propia con la insolencia del que a la vez que escribe borra o rompe los espejos y otros cristales que le sobran. Era la suya una escritura abundante con la que, sin embargo, persiguió la desnudez: los que lo veíamos escribir ante su teclado, en EL PAÍS, nos asombrábamos de su modo de escribir y de desescribir casi simultáneamente, luchando siempre contra su propia inspiración para que ésta no le devolviera ocurrencias sino síntesis. Lo que se puede decir de su escritura vale para su pintura, y viceversa. Todo en él era color, hasta el último suspiro que fue también una invocación del horizonte. “Y yo nado para alcanzarte”, fue lo último que le vi escrito. Y su último texto en EL PAÍS, el último 28 de julio, se tituló “¿Qué resuena, nos asombra o nos da sombra hoy precisamente mediante su altura?”. Y la primera vez que su nombre resonó en EL PAÍS fue en la página que le dedicó Alfredo Relaño, en 1981, a su libro El fútbol: mitos, ritos y símbolos, que no fue el único que dedicó a un deporte del que sabía tanto como del alma o de la pintura.

EL PAÍS fue su casa desde 1982, cuando Juan Luis Cebrián lo trajo como Jefe de Colaboraciones. Fue sucesivamente responsable de Opinión y de Cultura y suplementos culturales. Dio entrada al periódico a jóvenes y a veteranos, signados todos por la modernidad que él mismo representada, y rompió moldes en la prensa española con su dedicación insólita a lo que era imposible convertir en materia periodística, como el alma, por ejemplo. Antes de EL PAÍS dio curso a su modo de hacer en Gaceta Ilustrada y en Cuadernos para el Diálogo, entre otros medios. Aunque era un ser asilvestrado de natural, convivió en todos estos lugares de buen periodismo como un soldado más, y en EL PAÍS, donde coincidió con tanta gente diversa, fue recibido, en 1982, y despedido este martes mismo, cuando ya no podremos contar ni con su sabiduría ni con su capacidad de consuelo, como un compañero de conducta ejemplar con toda la escala de trabajadores.

Vicente Verdú estuvo casado con Alejandra Ferrándiz, ilicitana como él, madre de sus tres hijos, Eduardo, Juan y Sole, que les han dado cuatro nietos. De Alejandra enviudó en julio de 2003. Con ella escribió un libro memorable, porque era insólito tratar un asunto así como ellos lo hicieron en la España de 1974: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española. Recibió todos los premios concebibles como periodista español, entre ellos el José María Pemán, el Miguel Delibes, el Julio Camba…

Dos libros escondieron con elegancia, y también con ironía, el mal final, ese funeral latente que la vida prepara acaso para darle más luz a la existencia. Esos libros fueron La muerte, el amor y la menta, presentado en febrero de este año. Ese libro entroncó con aquel manifiesto poético sobre la vida, Si usted no hace regalos le asesinarán. El último en aparecer, su última primavera, fue Tazas de caldo, donde incluye retazos de una autobiografía que fue escribiendo, y escondiendo, también en la pintura.

Ahí, en ese último libro, dice: “Y los buenos hijos nos dan amor de comer”. Ahora no se quedan huérfanos tan solo sus hijos o sus nietos. Vicente Verdú deja atrás una amistad innumerable, una admiración que traspasa los límites del buen compañerismo.

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