El último maldito vivió en Chile
Roberto Careaga C. traza una biografía de Rodrigo Lira que es a la vez el retrato de una generación entera de poetas y artistas
En el poblado parnaso de la poesía chilena, ese que Nicanor Parra quiso destituir hasta que comprendió que lo mejor era incorporarse a él, el nombre de Rodrigo Lira no figura en primera línea. Se suicidó en 1981, el día que cumplía 32 años, después de pasar la mayor parte de su vida adulta bajo la sombra de la esquizofrenia, los electrochoques y una larga serie de fracasos en el intento de encaminar su vida hacia una cierta autonomía y normalidad. El poema ‘Angustioso caso de soltería’, que aparece en primer lugar del Proyecto de obras completas, es una larga parodia de los anuncios que —antes de Internet— se pagaban en los periódicos para buscar pareja. Solo póstumamente, en 1984, se publicó ese Proyecto… (reeditado por la UDP en 2013), que reúne los escritos de sus últimos cuatro años de vida. Y sin embargo Lira parece encarnar como nadie los tremendos años de la dictadura de Pinochet: la grisura, el toque de queda, la policía secreta presente hasta en las lecturas de poemas, esa especie de vana y deprimida heroicidad que exige cualquier forma de vida intelectual bajo una tiranía cruel. Lira rehúye toda forma de queja explícita, pero sus poemas pueden leerse como la impostura bufonesca impulsada por la represión; por ejemplo, en sus hilarantes y deliberadamente patéticos ‘Epiglamah oliengtaleh’.
Enrique Lihn, el poeta faro de los jóvenes de entonces, formó parte del tribunal que le dio a Lira el único premio que ganó —a pesar de haberse presentado a todos—, el de la revista La Bicicleta de 1979, por la obra titulada 4 tres cientos sesenta y cincos y un 366 de onces; título que se puede leer, en clave, como alusión al quinto aniversario del golpe de Pinochet, el 11 de septiembre de 1973. En el prólogo a Proyecto de obras completas, Lihn definía a Lira: “Anarcofrancotirador, fue todo lo lejos que pudo en el uso de una palabra a la vez incontinente y correctora, de puntualizaciones torrenciales, plagada de subentendidos”. Hijo de un militar, poseyó un talento especial para las impertinencias que arruinaban las relaciones más importantes: con las muchachas; con los poetas a los que admiraba; con sus propios compañeros de generación, como Raúl Zurita y otros miembros de lo que se denominó, en el Santiago de Chile de la segunda mitad de los setenta, la Escena de Avanzada. Lira fue un maldito cuando ya parecía imposible, cuando todo apuntaba hacia otra cosa. El título de la biografía de Roberto Careaga C. parece sugerir, en efecto, que Lira encarnó literalmente el verso de Nicanor Parra: “La poesía terminó conmigo”; acaso por eso, Roberto Bolaño lo coronó póstumamente como “el último poeta de Chile”.
El libro de Careaga C. es brillante, pleno de una frescura (a pesar de lo negro de su trasfondo) y un magnetismo que hacen difícil soltarlo. Recoge una gran cantidad de testimonios y los intercala de modo que, con Lira en el centro, es a la vez el retrato de una generación entera de poetas y artistas; de unos años de plomo que, por fortuna, no terminaron con la poesía.
La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira. Roberto Careaga C. Ediciones UDP, 2017. 308 páginas. 37 euros.
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