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Columna
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Trío de pintores al aire libre

La exposición 'Monet/Boudin', que se exhibe en el Thyssen, nos proporciona algo más que el emparejamiento de ambos artistas

'La playa en Trouville' (1870), de Claude Monet.
'La playa en Trouville' (1870), de Claude Monet.THE NATIONAL GALLERY

La exposición Monet/Boudin,que ahora se exhibe en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid, nos proporciona algo más que lo que sucintamente enuncia su título con el emparejamiento de Eugène Boudin (1824-1898) y de Claude Monet (1840-1926), el iniciador y el iniciado en la pintura “al aire libre”, cuyos respectivos papeles magistrales se revirtieron con el paso del tiempo, un poco como así lo ordena la ley de la vida.

Sin dejar de tener pleno sentido didáctico, esta volátil coyunda entre este par de geniales paisajistas de distinta generación, el uno representante del llamado preimpresionismo, y el otro, quien llevó al impresionismo a su cota más elevada, hay en su relación ese exceso característico del arte que no acaba de cuadrar en los manuales, porque de suyo es misterioso. El por qué Boudin, concentrando toda su atención en las nubes, representaba el horizonte como una mudable vaporosidad de inasibles acentos delicados, mientras que Monet, más dramáticamente operístico, dominaba el suyo mediante rompientes de luz que transformaban por completo el mismo motivo al simple paso de las horas.

De origen social, formación, edad, mentalidad y carácter muy dispares, sin la atención que le prestó Boudin, quizás el adolescente Monet no se hubiera dedicado a la pintura y, de haberlo hecho, es casi seguro que no se hubiese dedicado al género del paisaje, pues sus precoces dotes como caricaturista le habrían predispuesto mejor al retrato o su vis melodramática pudiera haberle convertido en un seguidor de Courbet. Pero, ahondando más en el menesteroso azar, sin la incorporación al dúo anterior del pintor J. B. Jongkind (1819-1891), un estrafalario y alcoholizado maestro holandés que hizo carrera en Francia, ninguno de los tres habría alcanzado la alta cota de respectiva calidad que los convirtió en los imprescindibles eslabones del paisaje moderno.

Es mediante este trenzado de extrañas confluencias como teje su misterioso rumbo el arte, tirando de inesperados hilos hasta hacer palmariamente visible lo oculto. En este caso, una perspectiva nueva para observar la naturaleza, que no se nos ofrece de una manera compacta y homogénea, sino infinitamente variada. Los tres comprendieron el latido palpitante de la luz, pero cada uno de ellos aportó al conjunto algo singular: Johan Barthold Jongkind, la arquitectura elástica de la composición; Boudin, la densidad vaporosa de su celaje; Monet, la milagrosa transformación de un mismo motivo con el simple paso temporal de nuestro planeta en relación con el sol. De manera que el problema de la representación de un paisaje ya no era la fijación topográfica de su perfil, sino la constante renovación de su apariencia.

Porque, en definitiva, en la naturaleza nada vive y muere, sino que todo continuamente se transforma. Esto se puede explicar de muchas maneras, pero solo el arte nos lo hace físicamente viable.

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