Lucha por la identidad del actor coreográfico
Los espectáculos de la Bienal del Teatro plantean acciones complejas y dominadas por el eclecticismo y lo danzado
A la vista de la oferta de espectáculos propuestos por Antonio Latella para este 46º festival internacional de teatro de la Bienal de Venecia, que continúa esta semana y termina el 4 de agosto, puede comprobarse que no solamente se trataba de un presupuesto teórico de máxima, sino de concretarlo en lo que el público, que llena las salas de todo Arsenale a pesar de los calores y la agobiante marea del turismo masivo, puede ver y valorar. Se trata de reforzar la escena contaminada entre coreografía y acto teatral, los directores que se venden a sí mismos como coreógrafos, muy convencidos de lo que hacen, y los actores que se mueven (o son movidos) sobre el escenario con la premisa o pretensión de un dibujo corporal al que bautizan sin rubor como “coreográfico”.
No hay una sola obra que se libre de este planteamiento, lo que quiere decir que han sido escogidas cuidadosamente para alimentar el discurso. ¿Fenómeno invasivo entre géneros? ¿Batalla campal entre palabra y baile? Espacio de reflexión agonístico y proceloso, violento muchas veces y progresivo en cuando a unas estructuras cambiantes que guarnecen el concepto y la acción, alguno de los directores convocados dan un boceto de respuesta en un obstinado y continuo terreno de nadie: el actor debe responder a las exigencias expresivo-corporales del montaje, por lo que, en principio, debe estar entrenado, y aquí empiezan los problemas, visuales, estéticos, funcionales y hasta de fondo. El actor-bailarín hace lo que puede y le deja su formalidad, su físico, busca entonces su sitio en la preferencia del regidor y de la crítica, del espectador y de sí mismo; aquella frase de “encantado de conocerse a sí mismo” cobra un sentido sumario, no peyorativo, pero sí crítico y hasta, apurándolo, autocrítico. ¿Y cómo se representa ese discurso? Cada uno busca su atajo, y la música cumple un rol parecido al que hace en la coreografía convencional. Respalda al movimiento, lo justifica de tanto en tanto. El actor coreográfico se estimula también desde el ritmo aun desatendiendo la idea de ir a contrapelo.
Uno de los casos más notorios es Vincent Thomasset. Sus obras, casi siempre coproducidas por festivales de danza como el Musée de la Danse, el Centro Pompidou, el Centro Nacional de la Danza (Pantin) o el Atelier de París/Carolyn Carlson, discuten ese maridaje entre el diálogo y la forma coréutica avanzada; su principal colaborador coreográfico es Lorenzo de Angelis, con quien aparece en Médail Décor, una performance de 2015, verdadera apoteosis de la antidanza y engalanando al término performance con su propia lógica interior basada en un texto-río que es entregado al espectador en traducción italiana e inglesa, y que el propio Thomasset recita en francés mitad en vivo, mitad en una grabación. Quizás la determinación coreográfica es excesiva en cuanto entusiasta y más que discutible, pero finalmente el espectador entra un círculo descrito con furia, y donde se descubre cómo Thomasset usa algunos elementos repetidamente: las piezas gigantes de Lego, el anorak de cuadros rojos (Les protagonistas, Bodies in the cellar) desplegándose como símbolos acompañantes unívocos más que como recurrencias.
Clément Layes (Francia, 1978) fundó la agrupación Public in private en Berlín en 2008, junto a Jasna L. Vinovrski, y allí coreografió Allege en 2010, contando con el bailarín y performer Vincent Weber (Besançon, 1982), al que se le conoce sobre todo porque en un tiempo estuvo muy cerca y colaborando con Boris Charmatz, primero, y Maguy Marin, después. Esta ha sido la pieza clave que han traído Layes y Weber al espacio Tese dei Soppalchi de la Bienal veneciana. Desconcertante, humorística, crítica, las lecturas se suceden y superponen en esta obra que no ha dejado de representarse desde su estreno, y es que ocho años son muchos para la durabilidad media de las creaciones en el repertorio actual. Allege ha sido vista en casi toda Europa y en América del Norte, al punto de convertirse en un símbolo de tozudez, encono y voluntad de autoafirmación. El personaje creado por Layes sobre Weber comienza transmitiendo un humor socarrón, pero deriva hacia la empatía y la ternura participativa. Casi sin darnos cuenta, entramos en aquel sofocante mundo sin justificaciones aparentes y acciones destinadas a la destrucción de cualquier orden, de cualquier enemigo. Quizás en Weber como en ningún otro actuante está tipificada esa lucha del teatro contemporáneo fronterizo, donde el actor coreográfico toma carta de naturaleza, arraigo y dominio (él también es un teórico que se ha interesado en la reconstrucción de los ballets de Nijinski, como Juegos y Sacre).
Esta semana final será la ocasión de ver las piezas de Gisèle Vienne, la directora y coreógrafa francesa, ya hoy globalmente reconocida como uno de los talentos más singulares de nuestro tiempo. Originalmente íbamos a ver tres obras señeras de su producción, pero el actor fetiche de Vienne, Jonathan Capdevielle (Tarbes, 1976), protagonista de I Apologize, se ha lesionado antes de viajar a la ciudad de los canales, con lo que la oferta se concreta en otros dos montajes: Jerk, en la Sala de Armas, el sábado 28 y el domingo 29, y una única función de Crowd, el día 30 en el Teatro Piccolo Arsenale. I Apologize tenía otro ingrediente de gran interés: la música creada e interpretada en directo por Peter Rehberg (Saint Albans, 1968).
Babelia
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