Iron Maiden, las llamaradas del averno
El Wanda Metropolitano no se llenó a reventar para el concierto, pero las 40.000 almas congregadas se rindieron ante la banda
Los seguidores del heavy metal son como los de la tecno-rumba: no parecen existir, pero luego llenan un estadio. Solo que, puestos a escoger, y ahora que no nos escucha nadie, mejor dedicarle la noche al crepitar brutal desde los infiernos que ofrecen Iron Maiden que a una sesión de despechos sentimentales. Y estos apóstoles del acabóse que son los británicos, estos fieros sesentones que se comportan como si el mundo fuera a convertirse de un momento a otro en una gigantesca bola de fuego, resultan inigualables a la hora de enardecer la circulación sanguínea.
Conste que el heavy tiene mucho de convención, de juego de complicidades. De la misma manera que el cantante Bruce Dickinson parece el emisario de Belcebú en la tierra y luego pilota boeings más grandes que castillos, los hombretones que desempolvan sus viejas pulseras de tachuelas y abominan de la depilación masculina terminan ejerciendo de tiernos padrazos. De esos que aúpan a los churumbeles a los hombros y les invitan a conciertos caros. Porque las hordas heavies las pueblan hombres —y alguna que otra mujer, en proporción nada paritaria— con su corazoncito generoso y un espíritu gregario inexpugnable. Los Maiden llevan ocho lustros en la brecha y sus prédicas son palabra divina entre los acólitos. Por eso quienes atesoraban una casete de Killers a principios de los ochenta ahora peinan canas, pero ayer se plantificaron en el Wanda con los retoños de la mano.
Conste que el estadio del Atlético no se llenó a reventar, pero las 40.000 almas congregadas equivalían a triplicar el aforo que el sexteto había reunido en su anterior visita madrileña, dos años y un día atrás en el Palacio de los Deportes. Y quede anotado también que la extraña hora para el comienzo del espectáculo, las 21.15, propició que dispusiéramos aún de luz diurna durante las seis o siete primeras canciones, lo que no acababa de generar un ambiente épico.
Pero son percepciones que se diluyen cuando a las 21.47 estalla el mítico riff de The Trooper, casi una piedra roseta del género, Dickinson se bate a espadazo limpio con una versión zancuda de Eddie (la mascota de la banda) y 80.000 brazos extendidos al cielo certifican que sí, que ese pedacito de averno les pertenece. Y que en ningún lugar mejor que allí, en compañía de aquellas seis fieras.
Y luego queda por pasar revista al factor campo, que en esta ciudad supone un problema. Los atléticos podrán presumir de un coliseo monísimo, pero definitivamente este nuevo estadio en los confines de la ciudad es mucho más propicio para admirar la carrera estilosa de Lucas Hernández que las virguerías de tres vetustos guitarristas enloquecidos. El Wanda suena mal, con ecos incontrolados que convierten el sonido en una masa amorfa. Sucedía ya en el Calderón, y no digamos en el Bernabéu, paradigma de todos los horrores acústicos.
Menos mal que la fraternidad del heavy minimiza estas cuestiones, digamos, mundanas. La reverberación era tan salvaje que cuando el enfático Dickinson formuló una soflama pacifista, justo antes de la solemne The Clansman, ni los licenciados en Oxford habrían sido capaces de aclararse con su parlamento. En la pista no importó tanto, porque el calor (climatológico y corpóreo) era el homologado en los dominios de Satanás. Pero en los graderíos, a falta de concreción y decibelios, se diluía todo. Y entraban más ganas de mondar pipas de girasol que de exteriorizar el aprecio inquebrantable hacia esos amigos de la infancia que proclamaban su fe en Dave Murray: ese guitarrista con mofletes que resulta ser un auténtico diablo de las seis cuerdas. Los Maiden salieron triunfantes de la batalla. Esta vez ni siquiera exprimieron la baza de la parafernalia: una tosca avioneta de combate sobre los músicos en la inaugural Aces High, la imaginería religiosa para la intensa Sign of the Cross, la máscara con la que se cubre Dickinson para Fear of the Dark. Pero no hay miedos que valgan con Iron Maiden. El suyo sigue siendo un unánime ritual de las adhesiones.
Un legado de cuatro décadas
El concierto en el Wanda Metropolitano era este año la única escala española de la gira Legacy of the beast, que desde su misma denominación retrata a una banda sin material de estreno (The Book of Souls se remonta ya a 2015) pero orgullosa de su historial apabullante. Después de superar un cáncer hace varios años, Bruce Dickinson alcanzará en agosto la condición de sexagenario, que ya ostentan sus otros cinco compañeros. Solo el guitarrista Dave Murray y el bajista, Steve Harris (fundador y, de alguna manera, líder) han permanecido inmutables en todas las formaciones, que superan los cien millones de discos vendidos.
El recital madrileño se ajustó al dedillo a los parámetros de las últimas semanas: 16 temas y 110 minutos de espectáculo. Incendiario, evidentemente.
Babelia
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