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Crítica | No quiero perderte nunca
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pretensiones desmesuradas

Puede llegar incluso a enervar a causa de su grandilocuencia. No obstante, bienvenidos los osados al reino de los cines

Imagen de 'No quiero perderte nunca'.
Imagen de 'No quiero perderte nunca'.
Javier Ocaña

NO QUIERO PERDERTE NUNCA

Dirección: Alejo Levis.

Intérpretes: María Ribera, Carla Torres, Aida Oset, Montse Ribas.

Género: drama. España, 2017.

Duración: 78 minutos.

El término pretenciosa se inventó para definir películas como No quiero perderte nunca. Y, sin embargo, qué valiente es pasarse en las primeras películas de una carrera y no quedarse corto por falta de ideas o de altura de miras. Demasiadas, sí. Absoluta falta de equilibrio entre la gravedad (aparente) de lo que se está contando (y, sobre todo, de cómo se está contando), y lo que en realidad ofrece esa obra artística. Porque las pretensiones (ya está aquí el término otra vez) del segundo largometraje de Alejo Levis, escritor, director y montador, alcanzan nada menos que el retrato de la locura, el onirismo surrealista, el reparto mínimo, casi el monólogo, y la ambientación única. Un tour de forcé interpretativo, narrativo y audiovisual de impacto. Y no llega, claro.

No quiero perderte nunca quiere ser una película de cámara sobre las relaciones de una madre y una hija, durante unas jornadas en la casa de campo familiar, al estilo de, por ejemplo, Elisa, vida mía, de Carlos Saura, incorporaciones oníricas incluidas, música omnipresente, personalización de los objetos hasta cobrar vida. Pero no solo. Porque también ambiciona entrar en la mente demente, trasladar las sensaciones al espectador, y concebir, en un soliloquio en la línea de Madre!, de Darren Aronofsky, una reconciliación con uno mismo desde un juego del escondite que recoge (o coincide en) algunas imágenes paradigmáticas de la reciente A Ghost Story.

Así que, a pesar del buen trabajo en el diseño sonoro, y de alguna imagen potente aislada (el cabezudo de las fiestas patronales como fuente de inquietud), la película es morosa, alargada a pesar de su escueta hora y cuarto de duración, y con innecesarias verbalizaciones de los subtextos (la esquizofrenia). Puede llegar incluso a enervar a causa de su grandilocuencia. No obstante, bienvenidos los osados al reino de los cines.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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